Cuando digo que estudio Filología, tras el filo… ¿qué? típico y explicar de lo que se trata, siempre me dicen: “Entonces tú debes de leer muchos libros”.
Cuando entré en la carrera, como por las tardes, hasta que empezaba las clases particulares de latín, no tenía nada que hacer, me iba a la biblioteca pública, la que está en Cánovas, me recorría las estanterías y me volvía loca de emoción imaginando la cantidad de libros que me iba a leer.
Poco después, me di cuenta de que era una ilusa. La prueba: desde que comencé a estudiar Filología hasta el día de hoy, ha ido disminuyendo la cantidad de libros que he leído. La razón: cuantos más libros te obligan a leer y menos tiempo tienes para los que de verdad te apetecen, más te desesperas y más aborreces la lectura.
Hace un mes estaba leyendo Un mundo feliz y, por primera vez, no me quedó más remedio que dejar un libro a medias. Empezaron a acumularse los obligatorios de clase en mi tablet y en mi mesilla de noche. Llegué a tener una pila de tamaño considerable. Sin embargo, por el que lo dejé, Numancia destruida, se me ha atrancado. En la edición que me he descargado de Google Play Books, tiene 16 páginas y ya me he dormido cuatro veces sin ser capaz de terminarlo. Siempre caigo redonda a la mitad.
Creo que volveré a leer asiduamente cuando termine de estudiar Filología, cuando pueda leer libros con los que sepa que no me voy a dormir. Desde luego, como carrera para la gente que tiene insomnio, está muy bien. A mí, en ciertas noches, un buen libro de hace siglos, que valga más por su antigüedad que por la expectación que genera su contenido, me salva de una noche en vela.