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Carolina Díaz Rodríguez

Solita en Cáceres

¡Mamá!

Este fin de semana lo he pasado con mi hermano. Desde el viernes por la noche que llegamos a Cáceres hasta ayer que vinieron mis padres a buscarlo, no nos hemos despegado. La primera noche le hice la cena, luego él me ayudaba a fregar los platos, veíamos vídeos juntos en Internet, dormíamos abrazados como hacíamos todas las noches antes de venirme yo a Cáceres.

Siempre me he creído un poco irresponsable, incapaz de cuidar de mí misma como para hacerme cargo de alguien. Este fin de semana mi intención era que mi hermano se fuese a casa echándome de menos, deseando volver. El sábado por la mañana me desperté temprano, aunque no antes que él. A las nueve ya estaba en pie, leyendo un libro de Bob Esponja que se sabe de memoria de tantas veces como lo ha leído, pero que le encanta. Le preparé una taza de Colacao con magdalenas, lo vestí, me ayudó a meter la ropa sucia en la lavadora, leía en voz alta su libro para que lo escuchase mientras yo me maquillaba… Nos compenetrábamos muy bien.

Salimos a pasear por Cáceres a las 12. Yo tenía que comprar un diccionario de portugués y él un juego para la Nintendo 3DS. Al entrar en el Centro Comercial de Cánovas, para llegar a la librería Pleyades había una cola muy larga. Decidimos ir primero a por el juego. Al volver, la cola había aumentado. Había muchos niños pequeños, pensé que podían estar comprando algo para el colegio. Le pregunté a una madre, esperaban para una firma de libros. Tras comprar el diccionario, vi que era una persona disfrazada de ratón quien firmaba y me interesé por el tema: Gerónimo Stilton, un ratón escritor y director de un periódico llamado “El eco del roedor”. Me gustó. Me pareció que podría hacer frente a Bob Esponja y lo compré. Al salir, le pregunté a mi hermano que si quería ponerse en la cola para que le dedicasen el libro. Me dijo: “¡Por favor, Carol, no pretenderás que pase aquí la mañana!”

Dicho y hecho, nos largamos de allí. Nuestra siguiente parada fue el Eroski. Vimos la exposición de fotografía y fuimos a Burger King. A Iván le encanta imaginar que come cangreburgers como las que prepara Bob Esponja, que yo soy Patricio y que estamos en el Crustáceo Crujiente. Vive en un mundo de fantasías que a veces envidio. Cuanto más mayor te haces y más independiente quieres ser, más hostias te das. Después, volvimos a casa, a descansar para ir por la tarde a jugar a un parque.

En el Rodeo había pocos niños, hacía frío y había oscurecido. Iván se tiraba de un tobogán cerrado, de color rojo, que hay tras subir un castillo. Yo lo esperaba sentada en un banco, aunque el cuerpo me pedía jugar con él, pero no me parecía correcto porque los pocos niños que había podían reprimirse. De repente, llegaron dos niñas, yo diría que tenían entre 14 y 16 años. Se subieron a lo alto del castillo, se sentaron en la boca del tobogán, que al ser cerrado hacía eco, sacaron su móvil, pusieron la canción de Kiko Rivera “Quítate el top” y comenzaron a cantar. Al principio me parecía tierno, pero al ver la actitud chulesca que tenían, que habían echado de allí a los pequeños y que se sentían como cantantes de La voz, me encendieron.

Tengo muy poco carácter. No me gusta discutir. Cuando hay problemas, espero a que se solucionen con el paso del tiempo, si es que se tienen que solucionar. Nunca me he pegado con nadie, aunque por ganas no ha sido. Cuando mi hermano llegó llorando del tobogán, mi primer impulso fue irme directa a ellas. Pero Iván me agarró fuerte de la mano. Yo tenía grabada una frase que acababa de pronunciar segundos antes una de ella: “Pobrecino, es muy pequeño” y acto seguido, escuché cómo caían granos de arena por el tobogán. Mi hermano lloraba y a mí se me partía el alma. Hizo bien en frenarme, con menores hay que tener cuidado. Además, no me gusta dar mal ejemplo a Iván, yo siempre lo aliento a utilizar la cabeza, a ser sutil, a vengarse con frialdad. Le digo que si alguien le pega un puñetazo, no se lo devuelva, sino que cuando vaya por la calle paseando le haga la zancadilla y lo deje en evidencia.

A mí no me hizo falta ni dirigirme a ellas. Me subí al castillo e hice lo que llevaba toda la noche deseando: jugar con Iván. Al verme gatear por una red de cuerdas, pensaron que iba a reñirles y salieron corriendo. Se escondieron a lo lejos, esperaban a que nos fuéramos, pero estuvimos más de una hora jugando. Iván sonreía y yo era feliz por haberle protegido y dado buen ejemplo, aunque me quedase con ganas de devolverle el puñado de arena a aquellas niñas, que seguro hubiesen buscado a sus padres para reñirme por manchar sus pelos lisos muy cuidados, sus minifaldas y escotes de barbies prepoligoneras.

Volvimos a casa a cenar. Iván me adoraba. Le pregunté qué le apetecía que le cocinase, dentro de mis posibilidades. Optó por tallarines. Era la primera vez que hacía comida para dos personas y no medí bien. Cuando llené los platos, me acordé de todas esas navidades familiares en las que las madres y abuelas se pasan el día cocinando, te ponen unos platos llenos hasta arriba y sobra la mitad. Me sentí como una madre, obligando a Iván a que se lo comiera todo, algo que conmigo mis padres nunca consiguieron. Yo tampoco fui capaz. Cogí un tupperware.

Por la noche, salimos a dar otro paseo. Mi hermano decía que quería un chocolate con churros, pero a esas horas la cocina ya estaba cerrada en todas partes. Yo me sentía un poco culpable por sacarlo tan tarde. Habíamos madrugado mucho y pronto le entraría sueño. Entramos en el Gran Café. Pidió una Fanta de naranja. Fuimos con una amiga de Arroyo. De pronto, empezó a bostezar y la cabeza la ponía sobre los brazos. A los 5 minutos, se apoyó contra la pared y se quedó dormido. Las camareras y la gente que había por allí lo miraban con ternura. Yo pensaba que se despertaría pronto y hacía tiempo, mientras hablaba con mi amiga.

Tras media hora, me decidí a despertarlo. No había forma. Lo ponía de pie, lo cogía en brazos, le hablaba, pero Iván estaba profundamente dormido. Gente de otra mesa me proponía llevármelo en coche a casa, pero lo último que quería era causar molestias. Así que lo saqué a la calle como pude y con el frío abrió los ojos. A mitad de camino, lo cogí a cuestas, lo traje a casa, lo metí en mi cama, le puse el pijama, me tumbé a su lado y lo abracé.

Ayer por la mañana, a las ocho y media, Iván estaba en pie. Yo hasta las doce no me desperté. Le hice el desayuno y nos fuimos al Parque del Príncipe, al Rodeo no quería ir por miedo a encontrarse con las niñas. Mientras paseábamos agarrados de la mano, le hacía fotos y lo montaba en los columpios, me decía que no quería volver a Arroyo, que Cáceres era muy guay y que yo sabía cómo hacerle disfrutar. Cuando estaba subido en una especie de rocódromo, para que lo ayudase a bajar, me llamó: “¡Mamá!” La gente que había por allí se quedó dubitativa, imaginando con qué edad me habría quedado embarazada. Iván seguía: “¡Mamá, ven, mamá!” Yo me puse nerviosa. Ante la expectación de los curiosos, dije: “¡Ahora voy, hijo!” Él se empezó a reír. Lo cierto es que he cuidado de mi hermano como si fuera mi hijo, le he comprado libros, juegos para la Nintendo, lo he llevado al parque, al burger, le he hecho de desayunar, lo he obligado a comer, amenazándolo con dejarle las sobras para otro día, lo he duchado, vestido, defendido… Y ahora, que se ha ido, siento que ha sacado de mí una parte materna que no tenía. Echo de menos su compañía.

Carolina Díaz tiene 19 años, vive en Arroyo de la Luz y estudia Filología. Cada amanecer coge el autobús a Cáceres. Por la mañana va a la universidad, por la tarde graba vídeos y por la noche vuelve a casa en bus. Solita en Cáceres es la cara oculta de sus grabaciones para las secciones Cáceres Insólita y Mira Quién Habla.

Sobre el autor

Carolina Díaz, vive en Arroyo de la Luz y estudia Filología. Cada amanecer coge el autobús a Cáceres. Por la mañana va a la universidad, por la tarde graba vídeos y por la noche vuelve a casa en bus. Solita en Cáceres es la cara oculta de sus grabaciones para las secciones Cáceres Insólita y Mira Quién Habla.


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