El paso de la frontera por Valencia de Alcántara a Marvão no deja indiferente a nadie. El cambio de paisaje, las altas rocas que te encuentras a los costados de la carretera te hacen sentir pequeño, microscópico. Es como una especie de antecedente de lo que te espera.
Ya desde Portagem, miras a lo alto y es difícil no sentir un poco de vértigo. Las curvas de la carretera durante la subida ayudan a que el estómago se te encoja. Las vistas, a medida que vas llegando a la cima, van mejorando: se crea ante ti todo un acontecimiento geográfico, un mapa físico a gran escala, con sus relieves, sus montañas, sus ríos…
El pueblo de Marvão deslumbra la vista, no solo por lo blanco que es, sino por lo que impacta ir viendo las cuestas que te esperan si tu objetivo es llegar al castillo. Aunque lo realmente impactante es ir pasando por las calles y encontrarte que el 80% de la gente que hay son españoles de excursión. Familias, grupos de amigos y parejas que van a pasar el día aprovechando que se come bien y barato.
El castillo es perfecto para desconectar de todo, perderse con la cámara y dejarse llevar. Es tan grande que cuando te vas, dudas si te habrás quedado algo por ver. Las vistas desde la muralla son impresionantes. Como estar entre el cielo y la tierra. Te sientes grande ante el Alentejo y a la vez pequeño en esa enorme fortaleza.
La última vez que he ido, no he podido superar la presión de la altura. Me acordé de mi etapa de monaguilla, cuando me tocaba subir al campanario a dar las campanadas para la misa de los domingos. La subida de las escaleras podía superarla, pero la bajada siempre la hacía de espaldas apoyando las manos en los escalones o directamente sentada y bajando a culetazos, por miedo a salir rodando. En el castillo de Marvão, por las escaleras iba con mucho cuidado, pero ya en lo alto del castillo, parecía una viejecina de esas que no pueden con sus pies, de las que desesperan a los conductores en los pasos de peatones. Los llevaba arrastrando. Ni siquiera alcé la vista para disfrutar del paisaje, di la vuelta al cuadrado y me dispuse a bajar presa del pánico que me provocan los lugares altos en los que no veo seguridad.
El color del rostro se me había vuelto blanco, estaba pálida, no porque cuanto más alto estás más golpea el viento con fuerza, sino porque justo antes de bajar vi que un señor, muy valiente él, se había subido a hacer una foto a la pared de lo alto del castillo. Me entró mucha angustia pensando que por un descuido o pérdida de equilibrio, podría caer al vacío, e igual que había estado rozando el cielo a la altura que estábamos, perfectamente podría volver a subir a él, en el caso de que realmente existiese el edén tras la muerte.
Me vine de Marvão un poco mareada, revuelta y con complejo de hormiga, de ser pequeñito e insignificante que tiene que cuidar sus pasos para no caer al vacío.