Hace ya unos días que cada vez que me encuentro a un español por Roma no le interrogo con cuestiones del tipo: dónde se ha hecho el código fiscal, con qué compañía ha contratado el número de teléfono y qué tarifa ha seleccionado, a qué facultad va… sino que le pregunto si le pican los mosquitos y cómo son las secuelas que dejan en su piel.
Tal vez es de las cosas que peor llevo de Roma. Cada noche cuando me acuesto inspecciono mi cuerpo para ver dónde queda hueco para que los mosquitos se alimenten de mi sangre. Y no hay noche que fallen. Los muy cabrones, y perdón por las formas, me tienen acribillada. No tengo 50 ronchitas como las que me hacen los españoles, sino 10 ronchones grandes que no es que escuezan, sino que duelen. Desde la última vez que me picó una avispa, hace lo menos tres años, no había vuelto a ver erupciones tan grandes en mi piel.
Desde que sé que no soy la única a la que le pasa, estoy mucho más tranquila. Las primeras noches dormía un poco acojonada pensando que tenía arañas en la cama y yo creo que me picaba el cuerpo psicológicamente de las paranoias que me montaba en la mente. Mañana me compro uno de esos productos con los que te untas la piel y caen en el acto. Menudo holocausto pienso hacer porque al ritmo que voy de picaduras, si no termino yo con ellos, terminan ellos conmigo.