Nueve y media de la mañana. Día de Nochevieja. Yo salgo de la ducha, mi madre entra a lavarse el pelo. No, no hemos madrugado para hacer la cena, sino para ir a un entierro. Temo, no solo porque me den escalofrío esas situaciones en las que todo el mundo llora, se abraza, se marea… sino porque mi madre verá a medio pueblo tras “descubrir facebook”. Yo voy con mis amigas temprano, ella, más tarde, a dar el pésame con las suyas.
Estoy en la iglesia más pendiente de si llega que de lo que dice el cura. Cada vez que se abre la puerta con un fuerte chirrido, yo giro la cabeza. “¿Quién me mandará a mí a escribir sobre mi madre?”, pienso. Cuando salimos de la iglesia, nos encontramos. Veo que está rodeada de vecinas y certifico mentalmente: “Alguna ya ha debido decírselo”. Me despido. Ella tira por su lado, yo, por el mío.
En efecto, al llegar a casa, en cuanto me siento en el sillón, me suelta entre nerviosa y desconcertada: “Anda, que me has hecho famosa, que ya me lo han dicho”. “Sí, sí, tú, no te rías”. Prosigue. Yo me sonrojo. Ella no dice nada más. Ahí queda la cosa.
Debo reconocer que mi madre sería una gran musa, como para algunos escritores lo son sus hijos, para otros, sus hermanas o para otros, sus suegras. Sin embargo, en un pueblo donde todo el mundo se conoce, lo que escriba sobre ella llega a sus oídos en cuanto salga a sentarse a la puerta de la iglesia de mi barrio, la Soledad, adonde van las vecinas por las noches, tras verter la basura, a fumarse el cigarrino. Así que, hoy, que he vuelto a Cáceres, aprovecho para darme el gusto de contar sus nuevas peripecias a pesar de que me cueste un par de tuppers de tortilla de patatas.
La otra noche, estábamos mi padre y yo viendo la televisión y llegó mi madre de pasear al gato. Sí, han leído bien, al gato. Mossi, ya les he hablado alguna vez de él, tiene cinco meses, es negro y muy arisco. En cuanto lo acaricias un par de veces, te suelta un bocado o te pega un arañazo. Si vas en calcetines, se te tira al tobillo. Yo no sé si jugando o atacando por instinto, pero te deja los dientes marcados. El caso es que, cuando mi madre sale a verter la basura, va con ella, acompañándola, a su lado, como si de un perro, el mejor amigo del hombre, se tratara. Luego, ella va hasta las escaleras del río, se apoya en la barandilla y espera a que él descargue adrenalina: se sube a varios árboles, se echa unas carreras, muerde un par de cosas por el suelo y, en cuanto mi madre lo llama, vuelve a su par a casa.
Se sienta mi madre con nosotros, con mi padre y conmigo, alrededor de la mesa camilla y dice: “Vengo de pasear al gato, ¿No saca la gente de paseo a los perros? Pues yo paseo a mi gato”. Yo empecé a reírme, mientras pensaba: “¡Qué gran titular: Mi madre pasea al gato!”. Dicen que las madres conocen lo que tienen en mente sus hijos y, en este caso, creo que sí que me leyó el pensamiento: “¡Ay!, si delante de ti no se puede decir nada, que luego lo cuentas en el…”. “¡Twitter!”, se adelantó a decir mi padre. Y añadió: “¿Qué tendrá el Twitter ese que está todo el mundo contando su vida?”. ¡Otro que tampoco sabía de la existencia de mi blog! Entonces dijo mi madre dubitativa: “No, yo creo que es en el periódico, ¿no, Carol, en el Hoy verdad?”. Yo asentí. Se miraron los dos asustados: acababan de descubrir, ocho meses después de mi primera entrada, que su niña, su Carol, es Solita en Cáceres. Voto de silencio en mi casa.