La primera vez que una persona más joven que yo me llamó de usted, yo no había cumplido aún los veinte años. Aquel tratamiento, que ahora hubiera consolado al ministro de Educación, pesó en la moral de mi DNI como una losa. En ese instante envejecí una eternidad. «Malo», me dije, «cuando los que tú crees más pequeños o de edad similar se dirigen a ti como un adulto». Aquel «usted» marcó el abismo tras el que se precipita la juventud. Como una piedra Roseta sentimental, comencé a interpretar con otros ojos frases que hasta entonces no me parecía que iban conmigo: «En la infancia se vive, luego sólo se sobrevive». «Libertad para mi padre (cuarenta años en una fábrica)».
En 1997, a sus 87 años de edad, Norberto Bobbio era el pensador vivo más importante de Italia y acababa de publicar ‘De Senectute’, un libro que tomaba el título prestado del diálogo filosófico que escribió Cicerón en el año 44 antes de Cristo. En una entrevista que le hizo Pedro Corral en Roma para ‘Abc’, el intelectual italiano se quejaba de que «el viejo ha dejado de ser la quintaesencia del saber para convertirse en un marginado social». En esa obra, calificada por Corral como el testamento del intelectual y del hombre, Bobbio lanza un «rotundo alegato contra la marginación del anciano en nuestra sociedad y su manipulación a manos de la retórica consumista». Esa retórica que ha querido convencernos –empujada por el mercado– de que «lo viejo es bello» como compensación a que ya nadie percibe al viejo como el depositario del patrimonio cultural o como la persona sabia y virtuosa.
No hace mucho tiempo entrevisté al doctor José Manuel Cabezudo, jefe del Servicio de Neurocirugía del ‘Infanta Cristina’ y cuando le pregunté por sus retos más inmediatos me miró con sorpresa y dijo sin dudar: «Jubilarme. Ya soy un poco mayor. Yo creo que la jubilación es comprar tiempo. Jubilarse de enfermo es mala cosa, mala cosa». Se me quedó grabada la respuesta. El martes, este diario informaba sobre un estudio que desmiente que los trabajadores se depriman al retirarse. Ocurre todo lo contrario. La jubilación rejuvenece entre ocho y diez años.
A mí, que todavía me faltan etapas en esa carrera, me consuelan varias cosas: aún no he leído el libro de Bobbio; la capacidad es familia directa de la cronología, pero no hermana melliza –que se lo pregunten a Alberto Oliart– y, al cabo, todavía son muchos más a los que tuteo que a los que llamo de usted.