Lo malo de la corrupción política son los daños colaterales. Más allá de las lindezas y horteradas con las que se engolfan los protagonistas de la trama Gürtel («Te quiero un huevo, amiguito del alma», «Se lo compré a la hija de puta de La Perla. ¿No se lo voy a comprar a esta?») que erosionan los cánones del buen gusto y hasta del sentido común, las repercusiones negativas se extienden como una mancha de aceite sobre la credibilidad de los políticos. Y la credibilidad es un espejo que no conviene dejar que se empañe. Cuesta mucho limpiarlo.
Ese aire de bazar que envuelve los regalos de esta panda de corruptos se aproxima más a la estética de la tómbola, donde siempre toca, si no es un pito es una pelota, que a las tarascadas abstractas del tiburuneo financiero. Aquí no hay ni gusto ni grandeza, se trate de un regalo de viaje de boda, relojes y coches caros comprados sin otro criterio que la marca, joyas en las que lo importante es el ticket, juegos de luces con láser, moquetas o millones de euros para las cuentas en Suiza o los chalés de lujo. Guirnaldas.
No tienen el gracejo del carterista que roba sin violencia ni la picaresca de esos granujas simpáticos que tratan de abandonar el hoyo de la ruina. A estos les puede el instinto del trincador que actúa sin otras armas que la desvergüenza y la impunidad. Hasta que llegó Garzón (¡vaya paradoja!) y mandó apagar. Ahora, el mundo al revés: la escalera encima de la cabra. Los pájaros disparando a las escopetas.
Las secuelas de esas acciones se van conociendo a medida que son desbrozados los 50.000 folios (eso sí que es un tocho) del sumario. Y la contaminación salpica a toda la clase política. Nadie queda indemne. Los del PP, porque ahora les toca la patata caliente y los otros partidos porque se ven sujetos a la inercia del «pues anda que tú», que nos retrotrae a Filesa, Malesa y Time Export o al «su problema es el 3%» que resonó como un trueno en el Parlament de Cataluña cuando los que mandaban allí eran los del partido de Pujol.
El gasto que ocasiona la corrupción es un auténtico dispendio. No por los millones hurtados a las arcas públicas, sino por el desgaste moral y de credibilidad que representa el latrocinio. Con ser grave, el daño económico es subsanable. Lo verdaderamente oneroso, lo difícil de reponer son los daños colaterales en la ‘estructura democrática’, un esfuerzo social que ha costado generaciones sacar adelante y que cuatro desalmados están a punto de tirar por la borda.
La corrupción en las esferas políticas actúa con la fuerza multiplicadora de la nitroglicerina. Cuando se circunscribe a episodios personales, fáciles de identificar, equivale al robo de unos cacos en un concesionario de coches. Pero cuando la percepción ciudadana –como ocurre ahora– es que se trata de prácticas habituales de las que «nadie se libra» no se puede comparar con el robo de un vehículo sino con el robo de todas las patentes. Bastante más grave.
Tengo la impresión de que estos casos además de poner en riesgo el sistema democrático arramblan con otras víctimas. Si Filesa dinamitó la imagen de muchos honrados socialistas, me temo que el llamado ‘caso Gürtel’ va a ser la puntilla del propio Mariano Rajoy. ¿Queda más?