Todos hemos sentido alguna vez la sensación de que el tiempo se detiene, se remansa entre las horas mientras que otras veces sucede al revés: el ritmo se acelera, palpita y corre con ritmo frenético, como alma que lleva el diablo.
A nuestro alrededor, las noticias se precipitan y chisporrotean en las llamas de la actualidad: la dimisión de Esperanza Aguirre hace olvidar por un rato la tristura de la crisis; la muerte de Santiago Carrillo hace olvidar la dimisión de Aguirre y revuelve las aguas de la transición democrática y hasta de su papel en los episodios de Paracuellos; la carta del Rey se entremezcla con las reacciones de algunos nacionalistas catalanes en su deriva independentista; la sensación de que regresamos al pasado nos llega con el ‘recordatorio’ de Hezbolá y de otros radicales islámicos en relación a las caricaturas sobre Mahoma.
El Real Madrid vuelve por donde solía y con su víctoria sobre el Manchester City tengo la sensación de que el tiempo de nuevo se detiene. Y hasta Sánchez Dragó, expuesto en el escaparate público de Internet como un padre maduro y poco pudibundo me parece una señal de que en el engranaje de los días se ha colado alguna pieza extraña y el mecanismo avanza a tirones.
Siento que todo se acelera, pero la verdadera velocidad de los acontecimientos resplandece en una noticia que ha hecho sonreír a medio mundo durante los días postreros del verano: la famosa ‘restauración’ del eccehomo de Borja que hizo Cecilia Giménez. Por el santuario de la Fundación Hospital Santi Espiritus se calcula que han pasado ya más de 30.000 personas. Bastante más gente que la que acogen muchas salas de exposiciones y museos tras décadas abiertas al público con obras maestras. Muchos más visitantes, por ejemplo, que los que acuden de manera regular a una muestra temporal de cualquier artista vivo, aunque sea de primer nivel.
Convertido en icono de consumo rápido, la gente quiere fotografiarse delante del eccehomo para dejar constancia de que «fulanito ha estado aquí», ese mensaje/rúbrica que solían grabar en espacios públicos los gamberretes escolares durante las excursiones o los turistas desconsiderados con el patrimonio histórico.
No es un fenómeno nuevo, pero sí resulta novedoso y una ironía del destino que la rueda de la fortuna regale fama postrera a alguien que sintió pasión toda la vida por el arte y cuyo signo de gloria y de condena será, paradójicamente, una ‘restauración fallida’. Pasar a la historia por un traspié, no por los éxitos de una larga carrera.
La fama postrera me enternece, y más si le sobreviene a alguien que no persiguió cosechar popularidad a toda costa. Me enternece la vuelta de tuerca de los acontecimientos: la aspiración a cobrar derechos de autor por el fruto, en última instancia, de un estropicio. Desde el punto de vista jurídico parece que no es viable tal aspiración, pues el trabajo de Cecilia no se considera ‘obra original’, sino ‘repunte’. ¿Pero desde el punto de vista humano hay algo más natural? ¿Si todos comen de la tarta, cómo no lo va a hacer quien la elaboró?