No puedo decir como Jaime Gil de Biedma «Yo nací (perdonadme)/ en la edad de la pérgola y el tenis», sino en unos años en que te enseñaban de niño el catecismo y tenías que entregar, de joven, 14 o 15 meses de tu vida al servicio militar. Así que me sé de carrerilla cuáles son las virtudes teologales (fe, esperanza y caridad), las virtudes cardinales (prudencia, justicia, fortaleza y templanza) y todas esas cosas que no les voy a repetir ahora y que aprende cualquiera que haya ‘servido’ durante la antigua mili.
Doy por hecho que las virtudes teologales –aun teniendo valor universal– se vinculan al ámbito más íntimo de las creencias religiosas, mientras que las cardinales son de aplicación en lo que podríamos llamar, para entendernos, la vida civil.
Si me preguntan cuáles de las virtudes cardinales me parecen más necesarias para afrontar estos tiempos de incertidumbre, de crisis y de recortes contestaría que las cuatro: prudencia, justicia, fortaleza y templanza, pero en el trance de señalar solamente una, diría la justicia. En ella se resumen las cuatro, pues ¿de qué nos valdría la existencia si no estuviera presidida por la justicia?
A mí me gustaría que nuestros dirigentes políticos y todos aquellos que tienen responsabilidades públicas o con repercusión social superaran, tras el examen de las urnas, la reválida de las virtudes cardinales, de las virtudes morales.
¿Para qué? Para tener la tranquilidad de que más allá de errores humanos e imperfecciones, sus actos están guiados por la razón y la reflexión, por la templanza de quien actúa sopesando el bien que va a obtener y los males que va a eludir; alguien que actúa con la fortaleza de ánimo y determinación de quien siente los peligros de la vida pero es capaz de superarlos porque le ampara la práctica de la verdad y la aspiración a la justicia; alguien que actúa con la templanza del héroe, es decir, como el que cumple sencilla y cotidianamente con su deber, sin sucumbir al canto de las sirenas o a los excesos incontrolados de otras pasiones.
Tal vez parezcan estas reflexiones los propósitos de un ‘iluso’, pero no sé formularlos mejor y de manera más breve.
De todas formas, recurro al testimonio de autoridad de una escritora que ya he citado en otras ocasiones. Ahí va lo que escribió Natalia Ginzburg en ‘Las pequeñas virtudes’: «Por lo que respecta a la educación de los hijos, creo que no hay que enseñarles las pequeñas virtudes, sino las grandes. No el ahorro, sino la generosidad y la indiferencia hacia el dinero; no la prudencia, sino el coraje y el desprecio por el peligro; no la astucia, sino la franqueza y el amor por la verdad; no la diplomacia, sino el amor al prójimo y la abnegación; no el deseo del éxito, sino el deseo de ser y de saber».
Les invito ahora a un sencillo ejercicio mental. Elijan a algún representante públicos (del partido y de la región que prefieran) y traten de descubrir cuáles de las virtudes cardinales o de las ‘pequeñas virtudes’ de Natalia Ginzburg le corresponderían como un traje a medida. Esa es mi propuesta de reválida. Por cierto, el resultado del ejercicio no es preciso que lo den a conocer.