Durante décadas de progreso, en aquel viejo país la gente vivió alegre y confiada. En todas las aldeas y en todos los pueblos, cada familia tenía su gallinero y recogía los huevos que ponían las gallinas. Había temporadas en que el gallinero producía regular y generosamente y otras en que bajaba algo la producción, pero sin excesivos dientes de sierra. Podemos decir que en el viejo país, donde el gallinero era la principal fuente de producción, la vida transcurría en orden y sin especiales sobresaltos.
Cada familia centraba sus esfuerzos en criar y educar a los hijos, en convivir civilizadamente y en buscar oportunidades de futuro, siempre con observancia de las leyes y respeto al bien común. Gracias al producto que se obtenía de los gallineros, los ciudadanos podían, en mejores o peores condiciones, llevar a sus hijos a la universidad, rehabilitar sus viviendas, adquirir productos de consumo, contribuir a la creación de infraestructuras y bienes sociales, a la dotación de mejores escuelas, hospitales, residencias para ancianos, guarderías, centros de ocio…
La sociedad se desarrollaba sin otros contratiempos que los propios de la naturaleza; es decir, algún temporal imprevisto, alguna inundación o los efectos molestos de una oleada de calor o de una nevada a destiempo. La vida en las aldeas y en los pueblos que formaban el viejo país transcurría plácida.
La verdad es que la gente no echaba cuenta de otra cosa que no fueran los estudios de sus hijos y las preocupaciones propias de cada edad: los amigos, los juegos en pandilla, los primeros amores adolescentes, los deslumbramientos ante la cultura, la pasión por el deporte, la búsqueda de trabajos gustosos, las vacaciones placenteras, la rueda imparable de la vida, en una palabra.
Todas las familias sabían que en el gallinero entraban a veces ‘robagallinas’ para llevarse lo ajeno. Causaban daños, pero como estos eran soportables y se vivía una situación de bonanza económica, casi nadie reparaba en los estropicios. Cuando se extendió la ‘crisis’, aparte de los habituales robagallinas, en los gallineros empezaron a rapiñar otros especímenes que lo hacían desde atalayas oficiales. El malestar se fue extendiendo como mancha de aceite. Además de los ‘capataces’ institucionales de la granja, otras veces se acercaban para arramplar o fiscalizar mercancía, personajes emboscados de la cosa pública. Justificaban la expoliación con grandilocuencia y decían que era «por el bien común». El caso es que además de los robagallinas, de los capataces y de los personajes de la cosa pública, en los gallineros hacían incursiones furtivas numerosos zorros cubiertos con piel de oveja, que eran los más peligrosos por su voracidad y su osadía.
Y aunque cada familia administraba con diligencia su gallinero, no les cundía. Por eso empezó a preocuparles otras cosas que no eran exactamente los hijos y las inquietudes propias de la edad. Entonces fue cuando los del «bien común» hablaron una y otra vez de «rebelión en la granja». Pero no hicieron nada, solo hablar. Pensaban que era cosa de cuatro locos, de unos idealistas y que a la larga todo seguiría igual. Y en esas estamos.