Pensaba dedicar esta columna a esos políticos de ‘monopoly’ que calculan estrategias lejos de la calle, al margen de las instituciones y de la gente, pendientes tan solo de sus consultores y de los palmeros de las redes sociales, pero he decido que no, que insistir por esa linde es contribuir a su telerrealidad de ‘Show de Truman’ en la que ellos trajinan a ambos lados del cristal con generosa cosecha –hay que reconocérselo– electoral y mediática… «Allá ellos, allá ellos», que repetía el verso del genial César Vallejo.
Lo malo de la política en estos días de mensajes masificados es que «el hombre de la calle», como dice Larry Lorenzoni, «no cree serlo». Aparte de un seleccionador de fútbol, en algunos españoles habita también un espectador crédulo al que le cuesta separar las voces de los ecos, los argumentos de la propaganda. Los de la telerrealidad juegan con la certidumbre de su primer mandamiento: «Habla con desparpajo ante las cámaras de televisión y nadie cuestionará lo que dices». Los hay maestros en el género. Pasan incluso por líderes. Cazan en manada, como los lobos, y si les pillas en un renuncio tienen la habilidad de darle la vuelta al calcetín y quejarse encima de que el calzado les daña. Igual ocho que ochenta.
Las grandes crisis sociales han estado condicionadas o inducidas por grandes acontecimientos políticos o económicos. Desde las utopías sangrientas del siglo XX: el comunismo, el nazismo y el fascismo, con sus incontables millones de víctimas humanas hasta acontecimientos como el ‘crack’ de 1929 o más recientemente la quiebra de Lehman Brothers y su posterior tsunami financiero mundial, que dejó una estela de pobreza y devastación económica en países, entre ellos España, donde varias generaciones llevan décadas luchando por el estado de bienestar. Decía Roosevelt que «un hombre que no haya ido nunca a la escuela, es posible que robe en un vagón de mercancías; pero si tiene una educación universitaria, puede que robe el tren entero». Eso ocurrió con Lehman Brothers.
En el caso de España la corrupción vino a enturbiar aún más un panorama complejo. Sin embargo, la utilización de ese argumento para cabalgar sobre él como si fuera propio constituye una vía ilegítima, y sofista, de acceso al poder. Nadie puede atribuirse el derecho exclusivo a la lucha contra la corrupción. Y menos quienes intentan hacerlo sobre bases demasiado endebles desde el punto de vista moral y político.
Es asombroso el número de contradicciones, tergiversaciones y falsedades que han acumulado en pocos meses los principales aparateros de este ‘monopoly’ de telerrealidad. Por eso no me extraña que las redes sociales estén repletas ahora de vídeos y reseñas periodísticas donde se refresca la memoria a los «niños malcriados», como los denominó certeramente Alfonso Guerra, que igual les da ocho que ochenta. No se puede luchar contra la corrupción con populismo. La mancha de mora no se quita con otra.