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De Camba a Churchill

Hay tres amenazas que procuro esquivar: el perro guardián que no ladra, la ira del hombre pacífico y las promesas de quien vende paraísos a la vuelta de la esquina. Bueno, conozco bastantes más peligros pero digamos que esos tres intento soslayarlos a toda costa. Las épocas de incertidumbre parecen propicias para que asome por el horizonte la tercera de dichas amenazas: la de vendedores de paraísos o la de aquel comisionista de revoluciones del que hablaba Julio Camba en su libro de artículos ‘Sobre casi nada’. Aquel buen hombre desplegaba el muestrario con sus productos ante los potenciales clientes, los políticos indecisos. Y cuando el político le preguntaba asombrado «¿Para qué necesito yo una revolución?», el comisionista le decía: «Para gobernar. Sin una revolucioncita bien empleada no gobernará usted nunca».
El catálogo de revoluciones que enseñaba el comisionista era muy variado: había revoluciones progresistas, reaccionarias, pacíficas, violentas, populares, antipopulares… Ahora diríamos que hay también ‘revoluciones’ de diseño, de laboratorio, algunas embrionarias pero creciditas y a las que otros se apuntaron como Charlot en ‘Tiempos modernos’ cuando recoge una bandera del suelo y sin proponérselo se ve encabezando una manifestación obrera que avanzaba a su espalda.
Quienes hayan frecuentado durante los últimos meses opiniones variadas en los distintos medios de comunicación (no computan ahí la ‘propaganda’ de voceros y trolls que repiten cual papagayos en las redes sociales las consignas de turno) habrán concluido que la principal y más importante obligación de los políticos salidos de las urnas el 20 D es negociar y ponerse de acuerdo para formar gobierno, anteponiendo los intereses del país a los del propio partido. Un espíritu que resume muy bien la famosa frase de Churchill, nunca tan citada por cierto como en estos días: «El político se convierte en estadista cuando comienza a pensar en las próximas generaciones y no en las próximas elecciones». A este paso va a tener que ser la propia ciudadanía la que se eche a la calle para manifestarse con pancartas donde se lea: «Necesitamos estadistas, no solo políticos de partido».
Si a finales de los años setenta, en plena Transición política, se habló mucho de la fase del «desencanto» (quizás debido a la natural crisis de crecimiento de aquella joven democracia) en estos años de crisis económica-financiera global se ha hablado de otro fenómeno alarmante: la desafección a los políticos, un malestar en aumento y que se extiende –de ahí la gravedad– a todo el arco parlamentario. «Cuanto más siniestros son los deseos de un político, más pomposa, en general, se vuelve la nobleza de su lenguaje», advertía Aldous Huxley. Hace años tal vez era posible engatusar a la gente con palabras bonitas o promesas de paraísos al alcance de la mano. Pero ya no. La gente sabe de obra cómo se hace la prueba del algodón. Quiero decir la prueba de la urna.

Juan Domingo Fernández

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Blog personal del periodista Juan Domingo Fernández


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