Acaso el itinerario más difícil de transitar en literatura sea el que conduce desde ‘lo local a lo universal’, es decir, desde lo estrictamente íntimo, único, a lo común y general. Yo creo que nada resulta más universal que un niño jugando con un aro en un parque, al margen de que se trate de un parque de Cáceres o de Camboya.
Es un principio aplicable a las obras literarias, periodísticas y de cualquier tipo de comunicación, incluidas las de carácter comercial, político, propagandístico… Quien aspire a la eficacia en el mensaje –y esa eficacia puede consistir en conmover, deslumbrar, incitar a determinado consumo o conclusiones no necesariamente correctas– es probable que se presente ante la audiencia como alguien que viaja desde lo personal a lo universal. Desde el yo al nosotros.
Esta semana he leído en el blog de literatura ‘Calle del Orco’ un texto revelador de Walter Benjamin: «Hay algo que Kafka tiene en común con Proust y, quién sabe si este algo se encuentra también en algún otro lugar. Se trata del uso del ‘yo’. Cuando Proust en su ‘recherche du temps perdu’, Kafka en sus diarios, dicen ‘yo’, en ambos es por igual un yo transparente, un yo cristalino. Sus recámaras no tienen color local; todo lector hoy puede habitarlas y mañana abandonarlas. Observarlas y conocerlas por dentro sin tener que depender de ellas en lo más mínimo. En estos autores el sujeto adquiere la coloración protectora del planeta, que en las catástrofes venideras se pondrá gris».
En este tiempo que tal vez sea bautizado como la era del selfi y del populismo ególatra, me parece esencial conocer los mecanismos y los procedimientos de que se valen quienes buscan intereses espurios. Quienes los buscan no en el ámbito de la literatura, sino en la política y en los medios de comunicación, empezando por la galaxia digital, donde la orgía de ‘egos’ alienta tal constelación y revoltijo de mensajes que dificulta la criba y el análisis.
Cuenta Elías Canetti en su libro ‘La provincia del hombre’ que su vanidad personal deja de funcionar ante «algunas formas del espíritu» entre las cuales figuran las obras de Kafka, al que reconoce una profunda influencia.
«Kafka –escribe el premio Nobel Canetti– carece realmente de todas las vanidades propias del escritor; jamás se envanece; no puede envanecerse. Se ve pequeño y anda a pasitos. Dondequiera que ponga el pie nota la inseguridad del suelo. Este no le sostiene a uno; mientras estamos con Kafka no hay nada que nos sostenga». (…) «No hay nada en la literatura de los últimos tiempos que nos haga tan modestos. Reduce la ampulosidad de toda la vida. Mientras lo leemos nos volvemos buenos, pero sin estar orgullosos de ello. Los sermones enorgullecen a aquellos a quienes conmueven. Kafka renuncia al sermón».
Huye, mi buen Yorick, de los sermones. Sobre todo del sermón que apedrea desde la egolatría patológica de quien pretende encarnar la voz de la gente pero sin la transparencia de Proust ni la humildad de Kafka. Del que anticipa la grisura catastrófica del populismo.