EN agosto de 1967, apenas mes y medio después de publicarse ‘Cien años de soledad’, Gabriel García Márquez confesaba en una entrevista periodística con el crítico literario Luis Harrs que la muerte de su abuelo materno, cuando el niño tenía 8 años, marcó una división definitiva en su existencia. «Después todo me resultó bastante plano», dice. Crecer, estudiar, viajar, «nada de eso me llamó la atención. Desde entonces no me ha pasado nada interesante».
Ese reconocimiento al territorio primigenio de la infancia se ha citado muchas veces como factor fundamental en la génesis creativa del novelista colombiano. Pero no es, claro está, exclusivo suyo; al revés: García Márquez no es la excepción sino la regla. Nada más universal que lo local y nada más universal tampoco que esos primeros años en Aracataca para el autor de ‘El coronel no tiene quien le escriba’, un tiempo que alimentó la biblioteca fabulosa de sus historias y el fervor imperecedero por el abuelo con el que pasó toda la niñez.
En la ‘Lengua absuelta’, el también premio Nobel de Literatura Elías Canetti escribe: «Todo lo que escribí después ya había ocurrido alguna vez en Rustschuck». ¿Y qué es Rustschuck? Pues la ciudad búlgara donde Canetti vive su infancia y primera juventud, que pervive siempre en su recuerdo como el paraíso de los descubrimientos esenciales y del color. Con una particularidad en este caso: solo al principio de ‘La lengua absuelta’ Canetti se refiere a Rustschuck como una ciudad «porque todo lo que cuenta después transcurre en una calle, en la casa familiar y el patio de la misma: un ámbito diminuto, que metonímicamente había convertido ‘la maravillosa ciudad’ en una aldea», escribe Tomás Salvador González (’50 escritores’, Papeles Mínimos, 2015), quien apunta una hipótesis para esa digamos concentración en lo local: «seguramente era más potente en su significación si el escenario donde todo ya ha ocurrido alguna vez era un pueblo y no una gran ciudad». Menos es más.
Respecto al mapa de los paraísos primigenios, en García Márquez no hay lugar a dudas: se llama Aracataca. Y a quien le apetezca aproximarse a ‘lo real maravilloso’ del fundador de Macondo tiene una oportunidad espléndida visitando en el Instituto de Lenguas Modernas en Cáceres la exposición «El mundo de Gabo en el cincuentenario de ‘Cien años de soledad’», organizada por la Fundación Academia Europea e Iberoamericana de Yuste con material proveniente del Museo del Escritor en Madrid. La muestra permanecerá abierta hasta el 7 de diciembre.
De Gabriel García Márquez puede decirse lo que escribe Angélica Tanarro acerca de Flannery O’Connor: «Vio lo que otros miraban sin ver (¿qué otra cosa es la buena literatura?)». En la muestra ahora en Cáceres pueden vislumbrarse algunos de esos itinerarios invisibles que conducen desde el paraíso de la infancia al ‘realismo mágico’ de una obra magistral. Imperecedera.