Para atracar un banco solo es preciso un minuto de arrojo y desvarío. Para robar 10,5 millones de euros hacen falta guantes blancos y toda una vida. Theodore Roosevelt lo resumió mejor hace años: “Un hombre que no haya ido nunca a la escuela, es posible que robe en un vagón de mercancías; pero si tiene una educación universitaria, puede que robe el tren entero”.
Sin embargo, no hay que engañarse, las destrezas en el latrocinio, salvo casos excepcionales de, digamos, ‘talento natural instintivo’, son fruto de un ecosistema moral y político relajado de previsible impunidad y corrupción galopante. Aquí no vale el ejemplo de la oveja descarriada: hay que dar por descontada una vocación ‘trincadora’ que únicamente sobrevive y fructifica en ambientes con la catadura del patio de Monipodio. De ahí lo grave del asunto. Si fueran anécdotas, casos aislados, resultaría llevadero; lo devastador es que se trata –como se ha señalado tantas veces– de un problema sistémico sustentado en tres patas: el de las empresas dispuestas a corromper, el de los políticos o responsables públicos dispuestos a corromperse y el de los votantes que intuyendo o siendo incluso conscientes de las tramas oscuras consienten con sus votos tales anomalías.
En mi opinión no se trata pues de cuestiones ideológicas, sino morales. Y aunque pueden rastrearse ejemplos en todo el arco ideológico: en la izquierda, en el centro, en la derecha y no digamos en el nacionalismo catalán, sería injusto equiparar la dimensión y la naturaleza de los delitos en todos los casos. Lo único evidente es que si en algunas comunidades autónomas españolas se ‘recrease’ el juicio de Jesús ante Pilatos, los votantes exigirían que liberasen a ‘su’ Barrabás; porque será malo, “pero es de los nuestros”. Y en esas estamos. El amparo indirecto a delitos puede ir del robo al asesinato. ¿Acaso no era igual de ‘corrupto’, desde la perspectiva ética, el apoyo con votos a los partidos o formaciones que rentabilizaban de manera expresa y sangrienta las estrategias de la ETA?
Lo terrible es que la detención de Eduardo Zaplana, presidente de la Generalitat Valenciana entre 1995 y 2002 y exministro de Trabajo con Aznar, acusado de blanquear más de 10 millones de euros depositados en paraísos fiscales y procedentes de supuestas comisiones, no haya resultado tan llamativo ni sorprendente, pues según cuentan los periódicos en su comunidad autónoma existía la percepción de que Zaplana era “hábil” y “escurridizo” hasta el extremo de que durante todos estos años había sorteado cualquier contratiempo judicial. Quien quiera ver la botella medio llena se fijará en que la Justicia actúa. Quien la vea medio vacía reparará en que ha transcurrido tanto tiempo que los presuntos delitos de cohecho, malversación o prevaricación… ya han prescrito. Solo cabe imputarle blanqueo. Es decir, el viaje de vuelta del dinero. La ida, de balde. Cabe tal vez una tercera postura de realismo esperanzador. Fijarnos no solo en el problema sino en la tendencia: día a día aumenta el reproche social frente a las prácticas corruptas y cada vez resulta más abominable tolerar, consentir y disculparlas. Ni aunque sea de los tuyos.