Cuando la acción política se convierte en pura provocación, el interés general se convierte en mero interés sectario, en ganancia personal. La historia ofrece múltiples constataciones de ese postulado: desde los totalitarismos sangrientos del siglo XX hasta sus herederos ‘naturales’, los nuevos populismos, tanto de extrema izquierda como de extrema derecha, incluidos los nacionalismos étnicos, tan proclives a nutrirse de ‘irracionalismo’ sentimental antes que de leyes y de principios democráticos. Desde los imperios que prometían una duración de mil años, hasta los delirios de quienes prometían –al precio que fuera– el paraíso en la tierra. Desde quienes manipulan los hechos del pasado para recrear leyendas y ‘realidades’ que nunca existieron hasta quienes procuran labrarse un fructífero porvenir convirtiéndose en heraldos del apocalipsis casero: donde la culpa siempre es del ‘otro’, generalmente pobre y foráneo. Redentores cuyo primer mandamiento suele ser: «Esto lo arreglaba yo con…». Guárdate, mi buen Yorick, de todos aquellos dispuestos a concebir programas políticos solventes en apenas tres puntos suspensivos. Filfa y zoquetería.
El pasado mes de marzo le recordaba Noam Chomsky a Jan Martínez Ahrens en una entrevista en ‘El País’ que, tras la ola de neoliberalismo impuesta en el mundo hace 40 años, se produjo una concentración de riqueza en manos privadas y una pérdida del poder de la población general. «La gente se percibe menos representada y lleva una vida precaria con trabajos cada vez peores. El resultado –añade Chomsky– es una mezcla de enfado, miedo y escapismo. Ya no se confía ni en los mismos hechos. Hay quien le llama populismo, pero en realidad es descrédito de las instituciones».
Partiendo de ese descrédito (contra el que las propias instituciones, dicho sea de paso, apenas han intentado vacunarse sometiéndose a un saludable ejercicio de autocrítica), a partir de ese descrédito, decía, los grupos políticos emergentes cada día teatralizan y banalizan más su actividad partidaria, convirtiéndola en una sucesión de protestas ocasionales, críticas situacionistas, denuncias mediáticas a través de las redes sociales y las –consabidas– promesas de un mundo mejor… Brindis al sol que constituyen el combustible básico con el que funcionan sus aparatos propagandísticos y electorales. Trumpismo de gasolinera. El recurso permanente al escándalo, a la falsedad, a las medias verdades, al cultivo del miedo, a la tergiversación; apelaciones al sentimentalismo engañoso, al egoísmo narcisista y despiadado; a la manipulación interesada… La hemeroteca está repleta de ejemplos recientes.
Es sabido que cualquier actividad política en las democracias requiere de cierta teatralización para ‘poner en escena’ propuestas e iniciativas. Pero una cosa es predicar y otra dar trigo. O en palabras de Quevedo: «Nadie ofrece tanto como el que no va a cumplir». En estos tiempos líquidos y trumpistas, cualquiera que se incorpora al ruedo electoral ibérico puede estar tentado de prometer un ‘paraíso’ donde se atan los perros con longanizas y llega el oro, más no el moro… Por eso hay que estar prevenidos contra la estrategia de la propaganda espuria y recordar a Séneca: «Nada tan amargo como estar largo tiempo pendiente de una promesa». Sobre todo si se trata de promesas rentables únicamente para quienes las hacen.