Un reproche habitual a cualquier sociedad atrasada económicamente es su tendencia a la pasividad, su escaso dinamismo, su falta de iniciativas innovadoras, aunque en ocasiones el atraso no quepa atribuirlo precisamente a la desidia oficialista, sino al revés: a un exceso de proteccionismo que en vez de promover el desarrollo, lo anestesia.
Cuando una sociedad está recibiendo ayudas y subvenciones de forma continua, se zancadillea el valor del esfuerzo, el espíritu de sacrificio, la cultura del compromiso; en ese sentido, las subvenciones –no hablo, claro está, de ayudas ‘incuestionables’– acaban siendo caramelos envenenados, trampas paralizantes donde tan solo prende, a medio o largo plazo, la semilla del fracaso y la frustración.
A cualquiera se nos vienen a la cabeza ejemplos en los que dicha estrategia desemboca en cepo mortal para proyectos empresariales que no resultaron viables por su condición enclenque, falta de músculo creativo o nulas perspectivas de futuro. Modelos en los que la supervivencia estaba ligada desde sus inicios a la concesión de ayudas concebidas como maná, premios para cazadores de subvenciones, no como impulso y estímulo. En el peor de los casos, simples dádivas clientelares.
Al igual que sucede en el ámbito estricto de la economía, yo creo que en el plano político se da también un ‘exceso’ de subvenciones que debilita la fortaleza ciudadana y moral. ¿Cuándo se produce ese fenómeno? En mi opinión, cuando el hombre de la calle se desentiende del compromiso que exige la práctica democrática y se limita a votar cada equis años, contentándose con el ‘obsequio’ de una actividad política pasiva; es decir, un encargo cuya función principal consiste en compartir sin rechistar las ideas de los suyos, odiar o menospreciar las ideas de quienes no piensan como ellos o, incluso, odiar, menospreciar e ignorar al resto de adversarios políticos. Por si fuera poco, lo que el hombre de la calle percibe desde esa ‘caverna de Platón’ no son debates racionales, controversias académicas o discusiones civilizadas; lo que encuentra a diario es el pandemónium de la política de declaraciones; el seguidismo que marca el gabinete correspondiente con el descaro cínico de quien defiende un único lema tatuado en la memoria: El que venga detrás que arree. Mi futuro soy yo.
Por eso, ante situaciones políticas enturbiadas, quizás lo primordial sea cultivar el espíritu crítico y las actitudes abiertas, sin sectarismo, racionales y realistas; recordando la vieja máxima de Joubert: «Los que nunca varían de opinión se aman a sí mismos más que a la verdad». Y en el plano de la economía, apostar por la voluntad transformadora, por la innovación y el talento. «La oscuridad nos envuelve a todos», decía Anatole France, «pero mientras el sabio tropieza con una pared, el ignorante está tranquilo en el centro de la estancia». Los sabios imprescindibles son los que se mueven, se sacrifican e innovan; no quienes aguardan –indolentes en mitad de la estancia– el maná de la subvención.