Creo que uno de los síntomas más ilustrativo de nuestro tiempo es la rapidez con que se olvidan los mensajes políticos. Es tal avalancha y el ritmo con que se desvanecen esos mensajes, esencia del populismo, que nadie sabe con certeza si responden a una estrategia coherente o son mera contradicción, fruto a la vez del azar y de la necesidad. Cuando da igual ocho que ochenta. Tronchos o berzas. Cuando Trump proclama tan campante que podría pararse en mitad de la Quinta Avenida para disparar a la gente «y no perdería votantes». Cuando la izquierda, el centro, la derecha, la extrema derecha, la extrema izquierda, el nacionalismo moderado y el independentismo supremacista dicen una cosa y la contraria, según sople el viento electoral. Y lo proclaman, claro está, sin ruborizarse, con la desfachatez de quien sabe, como Trump, que también ellos podrían disparar a la gente –metafóricamente, claro– y no perderían votantes…
Sin embargo, para mí lo escandaloso no está en la facilidad con que algunos líderes políticos –en la apoteosis populista que padecemos– mienten sin empacho, tergiversan y se contradicen; para mí lo escandaloso es que la sociedad no ‘penalice’ esas actitudes y, si atinan las encuestas sobre intención de voto, a la hora de acudir a las urnas resulte indiferente que en vez de mensajes hayas recibido trolas; en vez de razones, cohetería emocional, y en lugar de argumentos y hechos: consignas, propaganda a casco porro y yesca al mono hasta que aprenda a parlotear.
Decía el escritor Robert Nathan que «no hay, en nuestro planeta, distancia más remota que el ayer». Desgraciadamente, lo terrible, lo descorazonador es que el hombre de la calle parece cada vez menos ‘autónomo’ respecto al debate político, como si hubiera devenido en un simple terminal anónimo, impersonal, en una «fórmula famélica de masa», con palabras de César Vallejo. Quiero decir que, a mi entender, la estrategia partidista habitual en España, el ‘dirigismo’ político, resulta cada día más abrumador, más acelerado y menos reflexivo. ¿Memoria, para qué? Al ciudadano se le percibe básicamente como un simple votante al que hay que ‘remodelar’ a través del bombardeo masivo de mantras, manipulaciones, mentiras, sofismas, demagogia e incoherencias que las redes sociales y los altavoces mediáticos partidistas se encargan de multiplicar.
Con un panorama político cada vez más segmentado, polarizado y volátil, lo primero que advertirán los gurús a sus respectivos líderes es que, visto lo visto, no hace falta que el ciudadano visualice un programa, ni tampoco que reconozca unos principios ideológicos o una aspiración generacional. Esas cosas ocurrían en tiempos de la ‘política antigua’. Ahora, con la ‘nueva política’, sin embargo, el planteamiento es sencillísimo: basta y sobra con que los futuros votantes tengan claras unas siglas, dos o tres mantras y su fe de catecúmenos (cada uno la que le corresponda). Más algo de escenografía: iconos electorales y sobredosis de emoción en vena. Ruido y furia.