El ejercicio de la política no solo es indispensable para la convivencia democrática sino una de las actividades más nobles que puede desempeñar el hombre. Proclamarlo ahora es como avanzar en un desfile con el pie cambiado. Ya se sabe, malos tiempos para la política cuando es preciso defender lo evidente. La descalificación global de su práctica es el primer reclamo para quienes desean pescar en aguas revueltas. Lo sabía el Goya de ‘El sueño de la razón crea monstruos’, el de ‘Los desastres de la guerra’ y el de ‘Pelea a garrotazos’. En nuestros días, hasta el último concejal del pueblo más recóndito sabe que corren malos tiempos para la política.
Suelen ser los incautos y los malvados los que primero se ponen manos a la obra para erosionar el edificio del interés común, de la actividad política democrática. De algún modo, les ocurre lo mismo que a los soñadores, quienes, como decía Sartre, confunden su desencanto con la verdad. Pero el error del otro no es, por principio, tu acierto, ni tu victoria. No es la política una actividad para inconstantes ni veletas. Exige que concurran la voluntad, la honradez, la capacidad, la inteligencia… y el valor. Los rebaños que no están bien protegidos con mastines son presa fácil para los lobos.
La falta de aprecio hacia el ejercicio de la política nos remite a esa franja de individualidad bajo la que se oye «el humo del lobo, el humo de la especie», que intuyó César Vallejo acerca de los hombres de esta tierra. Porque la política, tan denostada, es precisamente la principal vía que ha excavado el hombre a través de los siglos para escapar de la barbarie. Es malo olvidarlo.
Las opiniones sombrías de la actividad política son tan antiguas como los balcones de palo. Dumur decía que «la política es el arte de servirse de los hombres haciendo creer que se les sirve» y hasta un enciclopedista como D’ Alambert tampoco mostró excesivo optimismo: «La guerra es el arte de destruir a los hombres, la política es el arte de engañarlos». Trazos gruesos. Perfiles hermanados tal vez con la caricatura antes que con el análisis objetivo. Los grandes totalitarismos del siglo XX –el comunismo y el nazismo– demostraron lo fácil que resulta deslizar a las ‘masas acríticas’, intoxicadas por la propaganda de repetición, hacia la catástrofe de la pérdida de libertades. Hacia el llorar y el crujir de dientes.
Cada vez que oigo un insulto en vez de un razonamiento me echo las manos a la cabeza. Nos aproximamos a la apoteosis del cliché. Y me da igual el signo político. Tan despreciables me parecen los unos como los otros, los que llaman al adversario ‘sociolisto’ como el que lo llama ‘pepero trincador’, igual de infame puede ser adjetivar a alguien de ‘pesebrero’ que de ‘megacorrupto’. Entre otras cosas porque son insultos intercambiables, según que la ‘poltrona’ (otro vocablo de prestigio) pertenezca a determinadas comunidades autónomas, administraciones o ayuntamientos. La política es imprescindible y cosa de todos. No cabe dimitir de la responsabilidad cívica. Porque la alternativa es la del historiador Toynbee: «El mayor castigo para quienes no se interesan por la política es que serán gobernados por personas que sí se interesan».