LAS pasiones iluminan nuestra existencia y como diríamos ahora, tienen muy buena prensa. «El hombre que no ha amado apasionadamente ignora la mitad más hermosa de la vida», escribió Stendhal. Y José Martí dijo: «Los apasionados son los primogénitos del mundo». Balzac, con esa inclinación a abarcarlo todo fue incluso un paso más allá: «La pasión es el humanismo universal. Sin ella la religión, la historia, el amor y el arte serían inútiles». La sabiduría popular nos recuerda que no hay empeño de altura sin una gran dosis de pasión, ni pasión que merezca tal nombre si no lleva aparejado el riesgo de convertirnos en su esclavo. Las pasiones de verdad no admiten trabajar con red.
En la vida diaria solemos utilizar la pasión como valor de referencia para elaborar un juicio o fijar una posición. Así decimos por ejemplo de alguien que racanea: «Fulanito hace su trabajo con desgana, dormitando». O confesamos nuestro entusiasmo por un escenario radicalmente distinto: «Da gusto escucharle, pues aunque lo que sostiene no sea del todo cierto, lo defiende con tal pasión, con tal entusiasmo, que resulta persuasivo». La pasión en el trabajo, en la amistad, en la familia y en otros ámbitos cotidianos no solo está bien vista sino que nos parece imprescindible. Hay espectáculos públicos en que incluso está autorizada. Por ejemplo, los partidos de fútbol o las corridas de toros, donde el aficionado puede vociferar y acordarse de la madre del árbitro, o de un jugador rival, o de un picador, o de un banderillero, o del propio matador de toros con el derecho incontestable que le da haber pagado la entrada y no ejercer violencia física. Con el derecho que le otorga el participar en celebraciones donde se consienten o se toleran con manga ancha los desahogos colectivos con insultos e improperios.
En la política las pasiones son otra cosa. Cuando se trata de políticos, a mí me parece más que justificada, siempre que la pasión se oriente hacia el bien común –no hacia el propio– y esté sometida a los controles característicos de las democracias avanzadas. Cuando hablo de políticos me estoy refiriendo, claro está, a quienes desempeñan esa actividad con honradez y rectitud moral, no a las ‘ovejas negras’ que, como en todos los colectivos, también se da entre los políticos. Respecto a quien participa en la política de una manera indirecta y más o menos circunstancial, no profesional; es decir, el común de los ciudadanos, la pasión me parece que debe pasar por el tamiz de la inteligencia, de la razón, para que no acabe convirtiéndose en fanatismo o en una de sus derivaciones más venales y quizás más peligrosa: el clientelismo. Es preciso ser cartesianos y recurrir a la duda metódica. ¿Verdades absolutas? Las de la ciencia.
Quiero decir que no cabe el inmovilismo en la pasión política. Salvo que esa pasión esté mineralizada y haya devenido en dogma, no en fruto libre y dialéctico de la razón. Dicho de otra manera, hay que seguir el consejo de Joubert y buscar en la vida no solo lo que aumenta nuestras pasiones, sino también nuestras opiniones. Nuestra capacidad de juicio y de análisis sin anteojeras.