En contra de lo que pueda creerse, la palabra ‘cambio’ en política goza de mucho prestigio. Cambiar es apostar por lo nuevo, lo distinto, lo que dejó de ser caduco, inservible, obsoleto. Supuestamente, todo lo duradero y que trasciende lo anecdótico emparenta mal con la palabra ‘cambio’; al contrario, podría decirse que el cambio constituye, en todo caso, el reverso de lo perdurable, de lo prestigiado por los días y el uso social. Digamos, los principios políticos y la práctica ideológica. De este modo, referirse a una persona como «un chaquetero» o alguien que «cambia de chaqueta con facilidad» es una forma directa de desaire y ofensa. Sin embargo, la necesidad de ‘cambiar’, de modificar la realidad (política, social, económica), a veces de manera radical y absoluta, es una aspiración que se remonta a la noche de los tiempos. Desde la Roma antigua a la Revolución Francesa; desde los movimientos independentistas del siglo XIX hasta los imperialismos económicos y totalitarios del siglo XX. Desde la creación de la Unión Europea a los desvaríos populistas y del ‘brexit’. Todos apelan al cambio como vía de mejora, como herramienta para alcanzar otros estatus.
Así que no se trata de condenar el cínico postulado de Groucho Marx: «Estos son mis principios y si no le gustan, tengo otros». Porque la vida es cambio, transformación y sobre ese mandamiento no cabe establecer, paradójicamente, dogmas inamovibles. En los roperos ideológicos hay argumentos de la misma tela para dar y repartir. Y excusas y justificaciones se encuentran por doquier. Empezando por quienes sostienen que la política es el arte de lo posible y terminando por el famoso pensamiento de Mao: «El enemigo me sitúa». Cualquier táctica posibilista está repleta también de contradicciones. El castellano abunda en dichos acerca del saber adaptarse: «Igual sirve para un roto que para un descosido». En el universo futbolístico, por ejemplo, tal elogio lo resumen de forma aún más concentrada: «Es un jugador polivalente».
Cambio de cancha. Pongamos que en vez de fútbol hablamos de política. Por ejemplo, de lo que ha venido ocurriendo estos meses en España. Hoy, jueves, tiene que producirse la segunda votación del debate de investidura. La experiencia demuestra que en los debates públicos lo rentable no es apelar a la inteligencia, sino a las pasiones y a los intereses. Intereses personales y sociales, legítimos, claro está. Los llamamientos a los partidos para que modifiquen sus posiciones iniciales y apoyen, con su voto o con su abstención, al candidato del Partido Socialista han sido permanentes y variados. Desde la apelación a la responsabilidad democrática, pasando por airear el fantasma de la extrema derecha, hasta la recuperación del sentido común y la apertura urgente de vías para la convivencia enturbiada por el independentismo. Pero si la máquina mide decimales hay que reseñar también negativas previas, cordones sanitarios y vetos a personas y partidos. Miedo a meter al zorro en el gallinero. ¿Qué ha cambiado? Sostiene mi admirado Lawrence Sterne que «nada es tan divertido como un cambio total de ideas». Espero que quienes deben, por activa o por pasiva, comprometerse con los intereses de España sean de la misma opinión.