La primera vez que oí hablar del tema de los ritmos circadianos, de la definición de sus fronteras por la presencia o ausencia de luz, y de las ventajas o inconvenientes de su posible manipulación, fue en el año 1988, en una piscifactoría, situada ente Eilat (Israel) y Áqaba (Jordania), donde me encontraba formando parte de una Misión Internacional de la OMM (Organización Meteorológica Mundial), y lo primero que me llamó la atención fue que los grandes estanques de aquella piscifactoría, en los que pululaban miles de peces, no estaban al aire libre, sino dentro de enormes naves, totalmente aisladas del exterior, tanto térmica como lumínicamente.
El recorrido por las naves fue a media mañana, brillando el sol en el exterior, pese a lo cual la iluminación interior era artificial y muy potente. Según las explicaciones de los técnicos responsables de aquella factoría, se trataba de modificar el ciclo día-noche, de forma que durante las 24 horas que cubre el ciclo solar natural, se generaban varios ciclos artificiales, de más corta duración. El objetivo era acelerar el ritmo reproductivo de los peces, combinando la variación de luz y de temperatura, de forma que su contador natural de días, semanas o estaciones, fuera más rápido, con lo que la producción aumentaba al adaptarse a ese nuevo ritmo.
Desconozco los efectos que aquellas alteraciones artificiales, provocadas para mejorar las cosechas, podrían haber producido sobre aquellos peces, pero dado que los alevines que alimentaban la cadena de producción procedían de la misma cadena, resulta que aquellos seres vivos no habían conocido, al menos desde hacía muchas generaciones, más ciclos que los artificiales a los que se les sometía.
Muy al contrario, los seres humanos han vivido, desde siempre, sometidos a los ciclos astronómicos impuestos por la rotación y traslación Tierra-Sol, fundamentalmente el ciclo diario, noche-día, completando las 24 horas, aunque existe también un ciclo anual, el de las estaciones invierno, primavera, verano y otoño, completando los 365 días.
Aquí nos referiremos a los ritmos circadianos (del latín circa, que significa alrededor y dies, que significa día), es decir a los cambios en el ambiente de organismos, que siguen un ciclo diario, y que responden a la alternancia entre luz y oscuridad. El dormir por la noche y estar despierto durante el día es un ejemplo de ritmo circadiano relacionado con la luz; el tema de estos ritmos no es baladí, sino que, muy al contrario, tiene una enorme importancia en la salud humana, tanto física como mental. Precisamente los científicos estadounidenses Jeffrey C. Hall, Michael Rosbash y Michael W. Young han sido galardonados con el Premio Nobel de Medicina de 2017, por sus descubrimientos sobre los mecanismos moleculares que controlan estos ritmos circadianos.
Utilizando las moscas de la fruta como organismo modelo, estos premios Nobel aislaron un gen que controla el ritmo biológico diario normal, demostrando que este gen codifica una proteína que se acumula en la célula durante la noche y luego se degrada durante el día. El reloj circadiano trasmite en cadena la temporalidad a todos los procesos biológicos, por ejemplo definiendo las horas ideales para el sueño y la vigilia, para procesos metabólicos y hormonales diversos, e incluso para el aprendizaje. Frente a esta amplitud de funciones, parece razonable presuponer la importancia de un reloj circadiano sincronizado, sobre la salud, y el impacto de su mal funcionamiento en diversas patologías, como los trastornos del sueño y del ánimo, la obesidad, la diabetes, etc.
El primero en estudiar el reloj biológico que controla estos ritmos fue el astrónomo Jean Jacques d’Ortous en el siglo XVIII, al observar que las hojas de ciertas plantas, cuando estaban al aire libre, se abrían hacia el sol durante el día y se cerraban por la noche, pero al encerrarlas en una habitación y tenerlas permanentemente expuestas a la oscuridad, resultaba que las hojas seguían con su conducta diaria normal, como si ocurriera la oscilación luz-oscuridad, pese a no tener lugar ese cambio.
En la actualidad, los doctores Manuel Castellanos y Carolina Escobar, investigadores de la Facultad de Medicina en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), han realizado pruebas en relación con los beneficios de la oscuridad, tras lo cual aseguran, por ejemplo, que los bebés prematuros que no son sometidos a la exposición de luz constante, como sucede habitualmente en las unidades de cuidados intensivos neonatales, muestran mejoría en las condiciones de descanso, estabilidad del ritmo cardiaco, tolerancia de alimento y ganancia de peso, lo que conlleva para ellos varias ventajas; entre ellas una disminución de los riesgos de contraer determinadas enfermedades.
El doctor Castellanos explicó que una adaptación muy importante para los recién nacidos es la del ciclo luz-oscuridad; todos los días amanece y anochece, por lo que, los seres vivos se adaptan muy bien a estos ritmos alternantes. Lo cierto es que, cuando se modifican por cualquier causa esas señales, tienen lugar alteraciones dentro del organismo, por lo que podríamos preguntarnos ¿Por qué nos afectan tanto los cambios de horario? o ¿Por qué una persona que, por alguna razón, se ve obligada a trabajar momentáneamente de noche no suele tener el mismo rendimiento que esa misma persona cuando trabaja de día?
Nuestra tendencia, como humanos, es ser diurnos, asociando nuestra actividad al día y el descanso a la noche; y cuando esa conducta se altera, nuestro organismo se predispone para sufrir malestar e incluso enfermedades. El equipo de la UNAM exploró los efectos de algunas manipulaciones del sueño, una de las cuales fue probada con ratas de laboratorio, a las que se sometió a luz constante, observándose entonces la aparición de importantes alteraciones en su conducta habitual.
Estos investigadores explicaron que es necesario tener muy en cuenta que los bebés no nacen con ciclos circadianos, sino que los establecen posteriormente, a partir del segundo o tercer mes de vida y su adaptación dependerá mucho de las condiciones lumínicas en que los mantienen los padres, ya que a veces éstos optan por mantener a sus bebés en permanente luz por miedo a que les suceda algo, conservando incluso lámparas encendidas durante toda la noche, lo que puede llevar a los bebés a no consolidar el sueño.
Una de las conclusiones alcanzadas en el estudio es recomendar que, tras el parto, cuando los recién nacidos estén ya en su casa, los padres les apaguen la luz en ciertos periodos de tiempo ya que los bebés tienen sus propios ciclos, habitualmente de unas tres horas, pero asociados a su alimentación, no a la iluminación ambiental. Por otra parte, recordemos que la oscuridad es lo que produce la liberación de la hormona melatonina y que ésta se inhibe con la luz. Esta hormona, es muy importante desde el punto de vista celular, y está involucrada en el desarrollo y la regeneración de las células.
En un Boletín de la UNAM, de enero 2018, se informa que un equipo, coordinado por el doctor Romo Trujillo, y formado por nueve científicos de diferentes disciplinas (médicos, físicos, matemáticos, biólogos y psicólogos, entre otros), pertenecientes al Instituto de Fisiología Celular, están investigando sobre cómo se comunican las neuronas entre sí, sobre qué hacen cuando el cerebro está pensando, y sobre cómo actúan ante la toma de decisiones, habiendo desarrollado un método que actualmente les permite adentrarse, en vivo y en directo, al cerebro de los monos Rhesus, con los que experimentan, que están entrenados para decidir y realizar determinadas acciones. Logran así registrar en directo el funcionamiento de conjuntos de neuronas, mientras se están tomando decisiones. Estos resultados se publicaron en la revista Neuron, una de las publicaciones más destacadas del mundo en el campo de las neurociencias.
Una técnica que tiene mucho que decir, y mucha luz que arrojar, sobre el tema del funcionamiento interno del mundo celular es la optogenética, que es la técnica que “enciende” o “apaga” grupos de neuronas del cerebro, combinando la genética, la óptica y la virología para estudiar y tratar problemas de salud. Para su aplicación se requiere fibra óptica de diámetro nanométrico, es decir enormemente pequeño, y muy flexible, con capacidad de crear canales luminosos que permitan llevar luz, en forma eficiente, al sitio focalizado del cuerpo que convenga, para que esa luz reactive una función perdida, que se desea recuperar.
Son muchos los centros de investigación que, en todo el mundo, están trabajando en esta técnica, como es el caso de la antes citada Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), en la que el equipo del doctor Víctor Hugo Hernández, defiende la idea de que la luz podría convertirse en una herramienta fundamental para la medicina del futuro, por sus numerosas aplicaciones biomédicas contra enfermedades neurológicas y celulares, y muy probablemente también en la rehabilitación de determinados órganos del cuerpo humano, e incluso (¿por qué no?) en el tratamiento de cáncer, Parkinson, Alzheimer, parálisis, ansiedad, insomnio y epilepsia, entre otros.
El procedimiento, explica el doctor Hernández, consiste en inyectar en las neuronas seleccionadas un virus benigno que contiene proteínas foto-receptoras, denominadas opsinas, capaces de regular el flujo de carga eléctrica, en forma del movimiento de iones, a través de sus membranas, en respuesta a la luz que se le hace llegar. Este mismo especialista dice que esas proteínas actúan como interruptores que excitan o inhiben a las células, de forma que se encienden o apagan las neuronas en función de los destellos de luz enviados, para lograr el comportamiento deseado.
Parece por tanto que la luz avanza y va invadiendo muchos campos, lo que está muy bien, siempre que vigilemos sus sombras, que suelen acompañar a cualquier fuente de luz. Por ahora en biomedicina, la optogenética nos muestra nuevos caminos, y al mismo tiempo nos ilumina esos caminos. Parece pues razonable seguir arrojando luz sobre nuestros problemas. Bienvenida sea siempre la claridad, en todos los órdenes.