El vino pitarrero de Francisco Bravo Rodríguez es bien conocido en Siruela y algunos pueblos de La Siberia extremeña. No en vano lleva 40 años elaborándolo, ayudado por su mujer, Petra Chamero y por toda la familia cuando llega la hora de la vendimia.
Hijos de la cultura campesina de esta comarca extremeña, han hecho de todo en su vida: Desde labrar con una yunta compuesta por burro y yegua, arar, segar, trillar y limpiar los tercios que les tocaban de la dehesa pública del pueblo, hasta jornalear en las épocas que ello era posible.
Cuando llegó el feliz día en que heredaron la viña “El Empedrao” (que heredó su mujer del Tío Julián Pérez), la cosa se puso un poco más favorable para ellos; ya no era solo el olivar, sino que ahora había una viña con almendros en los bordes, y dos partes de peros y de higueras, que todavía mantienen como reliquias.
Desde entonces se empeñan cada año en el cuido de esa viña. Hacían las hoyas con esmero hundiendo las cepas, y dejando que los sarmientos prosperaran y echaran raíces. Las primeras elaboraciones del vino se hacían pisando la uva que llevaban con burro, en banastas de mimbre, hasta las “tenajas” (tinajas) de barro “empegado” por dentro en las que se elaboraba y que aún siguen utilizando.
Ahora la uva se muele en un pequeño molino, se despalilla y se echa en las tenajas. Al hacer un solo prensado, se elabora con una yema que es vino flor, lo que le da una gran calidad. Durante un tiempo hay que “mercerlo” con un palo y un corcho hasta que la cáscara se quede abajo del todo.
Tras un proceso aproximado de dos a tres meses, el vino sale por un orificio situado en la parte baja del tonel (no en la baja del todo, que es para sacar las heces) y en el fondo quedan pieles y vinaza con la que elaboran un aguardiente de “muchos megatones”, con más de cuarenta grados “a la sombra”. Este lo elaboran con un alambique de cobre que compraron en Guadalupe hace 25 años, y que les costó casi 50.000 pesetas de las de entonces.
En la olla en la que elaboran el aguardiente echan un poco de bálago, la cáscara de la uva, unos higos y un poco de matalauva. Ponen la copa arriba y se llena de agua que hay que ir renovando a medida que se calienta mientras dura la destilación.
Como en todo cultivo, los años son irregulares y pueden dar de media unas 40 o 50 garrafas de vino, de una arroba cada una, y unos veinte litros de aguardiente, haciendo también algunas botellas de licor.
Francisco y Petra tienen ya su clientela de muchos años, gran parte en el pueblo y algunos que vienen de fuera, y le sacan sus buenas perritas a su cosecha de cada año. He tenido la suerte de beberme una garrafa de media arroba este año. Tanto de vista, clarete y transparente, como de nariz, buenos aromas los de la uva “alarije”, y de boca, el vino de Francisco tiene un paladar muy equilibrado, propio de esta variedad que se conserva por las sierras de Guadalupe y la Siberia.
Para haberse degradado mucho la elaboración de los vinos de pitarra en los últimos tiempos, poniendo en el mercado vinos bastante mediocres a veces, Francisco y Petra conservan muy bien su viña y, sobre todo, su tradición a la hora de elaborarlo. Para mí son la mejor imagen del vigneron: “el que cultiva y elabora su propio vino”.