Antonio García Vallejo es mi vecino, un campesino antiguo que se dedicó con sus tres hermanos a las tareas del campo, además de atender a sus vacas y a un toro semental que cubría a las que le traían otros ganaderos. Los muchachos de la calle, cuando veíamos al toro salir de casa cogido del cabestro de uno de ellos, nos íbamos detrás, hasta la era Cagancha, donde ya estaba esperándole la vaca con su amo, a cuyo encuentro iba el toro presuroso y cumplía su papel a la perfección.
Tras varios saltos, la vaca quedaba despachada y, tras realizar el pago, cada mochuelo volvía a su olivo y hasta el siguiente encuentro que no tardaría en llegar. Los chavales quedábamos encantados con el espectáculo de ver cómo el toro desenvainaba el cirio colorado, justo en el momento de la penetración, dejándonos ver una parte del semen sobrante, que se caía al suelo rebosante de tanta excitación producida por una vaca que llegaba bien preparada de calor a la cita. Luego ya teníamos tema de conversación para unos pocos de días.
Pasados muchos años quiso el azar que me fuera a vivir justo al lado de la vaquería de Antonio y sus hermanos, que era su propia casa. A ella íbamos a comprar la leche recién ordeñada los vecinos, que ellos nos medían con jarros de un litro, medio o un cuarto, hasta completar la dosis que cada uno quería, sin andar con muchos miramientos.
Hasta hace unos 15 años pudimos tomar leche fresca y con su nata, pero llegó la modernidad y en nombre de la ley tuvimos que ir al “súper” a por la leche esterilizada y envasada, y yo dejé de ir a casa de Antonio, donde pasé ratos muy placenteros, viendo el zoológico que en ella reinaba.
Podría hablarles de sus perros, sobre todo de Pepe, un perro muy especial. De sus borregos, de sus gallinas del pescuezo pelado, de los terneros… pero de lo que deseo hablar es de la liebre de Antonio, porque permanece en mi recuerdo al tiempo que él y yo vamos envejeciendo. De vez en cuando necesito hablar con él de aquella liebre, y siempre está presto a contarme detalles de aquella historia que nunca olvida.
La historia empezó el día en que se encontró a una liebre muy pequeña a la que los cazadores habían dejado sin madre. La crió con leche al principio, y enseguida a empezó a comer hierba que traían a diario con el carro para todos los bichos que tenían en el corral y las cuadras.
Era una liebre caprichosa, que se había criado entre perros, gatos y todas las bestias que poblaban la casa, pero sólo comía de las manos de Antonio, sin querer trato con ningún otro morador de aquella granja doméstica. Paseaba por las cuadras y el corral sin dejarse pisar nunca por aquellos bichos con pezuñas, y sin dejar de beber leche, incluso cuando ya era una liebre adulta.
Se subía a la azotea del pajar, y allí se aposentaba en un pequeño mirador desde el que observaba los movimientos de la casa, con especial atención a Antonio, que la llamaba cuando llegaba la hora de comer, y allí estaba ella solícita ante su ración, fuera leche, hierbas o cualquier resto de comida que su amo le guardaba.
Cuántas veces he lamentado no haber hecho una fotografía de aquella liebre inolvidable en su balcón, ante la que se me iban los ratos mientras me despachaban la leche. Un día eché de menos a la liebre en su atalaya. y le pregunte corriendo a Antonio: la había corrido un perro, se perdió en la calle, y nunca volvió a saber de ella.
Cada vez que hablamos de la liebre, Antonio se emociona. La crió; la trajo un compañero; la vio parir varias veces; la vio reinar en las cuadras, en el pajar, en el corral… hasta que un día desapareció, dejándole una pena que todavía conserva cada vez que me habla de ella.
Antonio ya se ha quedado sólo. Murieron sus hermanos, y ahora le asisten algunos familiares. Ya no hay animales en las cuadras ni hierba que traer, ni leche que despachar. El carro y otros enseres se vendieron. Ahora, en los ratos al sol de estos días tan largos, recordamos tiempos pasados. La liebre siempre está presente en nuestras conversaciones, y me ayuda a mantener la amistad con un hombre de otra época que ya no volverá, aunque yo conservo la esperanza de poder volver a comprar un día leche fresca, con su nata, para mandar a tomar por culo a tanto envase estirilizado y a toda la higiene que le acompaña.
Espero que algunos de estos jóvenes que vuelven a la ganadería y queserías artesanas nos la vendan a los consumidores románticos que queremos volver a los tiempos de Antonio. Ya encontraremos la forma de decirle a los burócratas que no debe haber leyes que prohíban volver e tomar leche fresca, con su nata, a las familias que así lo deseamos.