Ríos de tinta se han escrito sobre Fidel Castro desde que murió hace una semana. Fue, espero, el último dictador de América Latina (o mejor dicho, el penúltimo si no consideramos a su hermano Raúl su mera prolongación), donde los ha habido de todos los colores. Fidel era verde caqui por fuera y rojo por dentro; un falso mesías que traicionó la revolución que encabezó al poco de asaltar el cielo. No tardó en emular al caudillo que derrocó. Era la cara de la misma moneda trucada de la que Fulgencio Batista era la cruz. Batista fue un tirano Banderas apadrinado por el Tío Sam que hizo de Cuba el burdel y el casino de EE UU. Fidel, quien tras la máscara de Marat escondía el rostro de Sade, se sacudió el ala de la rapaz águila imperial americana, que se lo pagó con un embargo que solo sirvió para empobrecer más al pueblo cubano y apuntalar más el régimen castrista, que encontró la coartada perfecta para perpetuarse y hostigar al disidente.
Nadie que se declare demócrata y de izquierdas puede justificar una dictadura, ni siquiera la del proletariado. Fidel era un justo que proyectaba la sombra de un asesino; pertenecía a esa izquierda jacobina dispuesta a imponer la justicia social con el terror de Estado, a sacrificar la libertad en aras de la igualdad. En ‘El hombre rebelde’, Albert Camus recuerda que «todas las revoluciones modernas han conducido a un reforzamiento del Estado». Como Eduardo Galeano, «no creo, nunca creí, en la democracia del partido único ni creo que la omnipotencia del Estado sea la respuesta a la omnipotencia del mercado». En un artículo publicado en 2003 titulado ‘Cuba duele’, el escritor uruguayo recordaba que Rosa Luxemburgo, que dio la vida por la revolución socialista, discrepaba con Lenin en el proyecto de una nueva sociedad y escribió palabras proféticas: «La libertad solo para los partidarios del gobierno, solo para los miembros de un partido, por numerosos que ellos sean, no es libertad. La libertad es siempre libertad para el que piensa diferente». Y advirtió: «Sin elecciones generales, sin una libertad de prensa y una libertad de reunión ilimitadas, sin una lucha de opiniones libres, la vida vegeta y se marchita en todas las instituciones públicas, y la burocracia llega a ser el único elemento activo». Galeano constata que en el siglo XX y lo que va del XXI se ha consumado una doble traición al socialismo: la claudicación de la socialdemocracia y el desastre de los estados comunistas convertidos en estados policiales.
Los movimientos sociales que justificaban el asesinato por un «bienestar» futuro fueron anticipados por Fiodor Dostoievski en ‘Los endemoniados’ (traducida también como ‘Los demonios’), novela que Camus adaptará al teatro en ‘Los posesos’ y cuyo tema central trató años antes en ‘Los justos’. Un personaje de ‘Los endemoniados’, el filántropo Chigalev, un apasionado de la igualdad, llega a esta conclusión: «Partiendo de la libertad ilimitada, llego al despotismo ilimitado». Y añade que fuera de su fórmula social no puede haber otra. O sea, opone su despotismo al despotismo que combate, como hizo Fidel. Según Camus, «así fueron anunciadas las teocracias totalitarias de siglo XX, el terrorismo de Estado. (…) Para que el hombre se hiciera Dios, era preciso que la víctima se rebajara hasta volverse verdugo». El revolucionario ruso Kaliayev, protagonista de ‘Los justos’, rechaza la divinidad, porque rechaza el poder ilimitado de dar muerte. Su regla es: «Hay que aprender a vivir y a morir, y para ser hombre hay que negarse a ser Dios». Pero Fidel no se negó.
(Publicado en el diario HOY el 4 de diciembre de 2016)