“¿Cuánto tiempo se tarda en educar un hijo?” Es lo que me preguntó una madre en una charla que tuve recientemente en un colegio. Me lo preguntó con un cierto toque de ansiedad, de incertidumbre, como si pudiera darle una respuesta tras la que hacer un cálculo de lo que le quedaba. Me sonreí y le dije: “no tengo ni idea, pero estoy seguro que ese es un tiempo bien aprovechado”.
Desde el mismo momento en que nos enteramos de la feliz noticia de que vamos a ser padres, solemos entrar en una especie de sensación de inquietud, de cierto desasosiego que creemos se apaciguará con el paso del tiempo.
A ver si pasan los tres primeros meses para asegurarnos de que la criatura está bien “agarrada”.
A ver si llega el cuarto mes y nos dicen si va a ser niño o niña.
A ver si llega ya el día del parto.
Y una vez que tenemos a la criatura en casa, esterilizando biberones, esterilizando chupetes, (que por cierto está demostrado que en los primeros meses son un estupendo tranquilizador de bebés), a ver si hace 5 horitas seguidas por la noche, a ver si ya va poniendo los puñeteros 150 gramos semanales.
A ver si ya comienza a tomar los cereales, a ver si ya la fruta, si la carne, si el pescado.
Y cuando la criatura come, si es que tiene buen apetito, a ver si ya comienza a andar, a ver si habla, a ver si ya lo llevamos a la guardería, a ver si ya comienza en el colegio, a ver si se pueden quedar un rato solos, a ver qué tal la Secundaria, a ver los amigos, a ver los amores, a ver la Selectividad, a ver la Universidad, a ver si encuentra trabajo… etc”.
Y así se pasa la vida, vertiginosamente, los hijos crecen y cuando nos queremos dar cuenta tenemos el cuerpo lleno de trienios.
Muchos padres educamos tal y como vivimos: deseando que lleguen los viernes, deseando que los hijos crezcan rápido.
Vivimos en los tiempos de la inmediatez, los tiempos del “tiempo es oro”, los tiempos de las prisas, de las tardes de Paqui.
Los tiempos en los que los problemas cotidianos se convierten en tragedias: “Tenemos un disgusto, el niño ha suspendido”, le oímos decir a algunos padres con una carita que refleja su hondo pesar (mientras que el” suspendedor” duerme a pierna suelta).
Los tiempos presentes en los que anhelamos el futuro como si el simple paso del tiempo fuera a ser suficiente para que las dificultades que nos acechan mientras educamos desaparezcan.
Muchos padres viven con angustia todo este proceso de crecimiento de sus hijos, angustiados por los 150 gramos, por los percentiles, por las notas, por las amistades, etc. Y así la vida se va con los regalos de los cumpleaños como canta José Mercé y nuestros hijos se van haciendo sin pausa hombres y mujeres. Pero ¿qué modelo de padres estamos siendo?, ¿disfrutamos los padres con la tarea de educar?, ¿disfrutamos los padres viendo crecer a nuestros hijos?
En 2004 el periodista y escritor Carl Honoré publicó el libro “El elogio de la lentitud” dando origen con ello al movimiento Slow (Despacio). Este estilo de vida se caracteriza por que prima el tiempo y la calidad sobre la cantidad, en sus propias palabras, “darle a cada cosa/momento/ tarea el tiempo y la concentración que necesitan y merecen”.
En una vida solo da tiempo a hacer las cosas que se hacen en una vida y nuestros hijos están muy poco tiempo siendo unos bebés, apenas 12 meses, apenas 5 o 6 años de infancia, apenas 6 años de niñez… y unos cuantos años de adolescencia que a algunos padres se nos hacen un siglo.
La tarea de educar es agotadora porque el horario es de jornada completa de 24 horas, sin vacaciones y también para muchos padres y madres la tarea de educar es una actividad que genera mucha angustia y desasosiego porque estamos más pendientes de los resultados, de las prisas por los resultados que de lo que como padres hacemos para educar cuando nuestros hijos tienen 6 meses, 4 años, 11 o son adolescentes.
Los padres que practican el slow parenting, intentan educar a sus hijos pasando más tiempo con ellos en vez de estar rellenando las tardes de los hijos con actividades organizadas.
Educan a sus hijos en contacto con la naturaleza, urbana y rural, haciendo del lugar donde se vive un espacio de aprendizaje.
Dejan que sus hijos digan eso de “me aburroooooo” y no les dicen nada para que así los propios hijos desarrollen su creatividad y les compran menos juguetes y fomentan más juegos al aire libre.
No se obsesionan con la estimulación temprana de las capacidades de sus hijos porque creen que la hiperestimulación les lleva la hiperactividad. Intentan disfrutar del aquí y ahora.
El slow parenting, educar a fuego lento, es una manera más de educar con sus ventajas y sus inconvenientes, creo que lo mejor que tiene es ese punto de calma, de relajación, de bienestar que tiene el hacer las cosas disfrutando de lo que se hace y dedicándole el tiempo justo que requieren.
Es como hacer un cocido, todos sabemos que hecho a fuego lento quedará mejor que en la olla exprés pero somos esclavos de los tiempos que vivimos.
Intentemos como padres disfrutar más del presente, es difícil, lo sé, pero así enseñaremos a nuestros hijos que además de los viernes, sábados y domingos, tenemos la suerte de tener lunes, martes, miércoles y jueves, días estupendos, por lo demás, para vivir.