No se sorprenda si una noche escucha cantar a una insólita flor, o quejarse a un árbol de cerezas, o gritar estridentemente a un extraño tubérculo. Puede que se encuentre paseando por Alcuéscar, donde en la antigua calleja del Parral, (ahora Avda. de la Constitución) existía a principios del siglo XX un huerto encantado cuyas frutas se quejaban dolorosamente en la mágica Noche de San Juan.
Tenga cuidado, sin embargo, si pasea por otro huerto de Garbayuela, donde hay un árbol cuyo tronco mide 10 centímetros de diámetro y se eleva retorciéndose en forma de espiral, de hoja ancha y flor en figura de cuerno que canta en esa noche y cuyo canto anuncia la muerte de quien lo escucha, por lo que cualquiera con dos dedos de frente huye despavorido, temeroso de semejante maravilla.
Esa misma noche nos cuenta Publio Hurtado que en Pasarón de la Vera cantan las siemprevivas. Pero no adelantemos acontecimientos, porque aunque estamos cerca, todavía no hemos llegado a la mágica Noche de San Juan.
Lo que si es hoy es el Día Internacional de la Biodiversidad, lo que nos ofrece una excusa perfecta para hacer un somero repaso a la biodiversidad vegetal mágica y curativa que tapiza nuestros campos.
Y es que los extremeños, herederos de la tradición celta, siempre hemos confiado en el poder curativo de las plantas. Cuando, en 1798, Tomás López interroga al bachiller Don Pedro Picado por las enfermedades más comunes de su pueblo, Cambroncino, éste contesta que las ignora,
“pues ellos se curan con hierbajos y ninguno por dentro, bien o mal conocida su virtud y el ramo de enfermedad, así van pasando y hay sujetos en todas las Hurdes que pasan de cien años”.
Para el dolor de barriga se utiliza la altamisa y el cornato, para el constipado la amapola, la “carquesa”, la malva, la maya y la “saginaria”, y para la mordedura de alacranes la campanita.
Y es que Extremadura ha sido siempre abundante en hierbas milagrosas y plantas mágicas, tanto que se recogen numerosos testimonios que afirman que a nuestras tierras venían numerosos forasteros para recoger aquello que la naturaleza nos otorga. Sebastián Manso y Pinazo, vecino de La Codosera, donde vivió en el siglo XVIII, afirma que
“en años pasados venían a esta villa muchos hebadarios o inteligentes sus hierbas desde La Ciudad de Lisboa en Portugal y permanecían muchos días en la primavera, sacando raíces de hierbas, de unas llevaban toda la hierba, de otras las raíces, de unas las flores y de otras la cáscara de las raíces;(…) dichas hierbas, flores y raíces nos las sacaban sin decir su virtud a los naturales…”
La Torre de Miguel Sesmero se encuentra en la Sierra de Monsalud, abundante también en hierbas medicinales, de donde le viene el nombre de “Mons Salutis”, que, corrompido, ha quedado en Monsalud. El capellán de esta población en 1798, Manuel de la Parra Pérez de Guzmán, habla de cómo en los campos de esta villa se crían con abundancia
“la palma cristi, la mandrágora, cuya hoja sirve para la curación de llagas viejas y frescas, la zentaura menor, la ruda, y los axenxos silvestres, la gallierusa o balsámica, la angelica sanguinaria, apio, las dos cicutas, el pie de burro, el amapelo, eficaces para descuajar callos …”
El pueblo de Alburquerque es famoso por una hierba medicinal que vive en su término y cuyo jugo sana y cicatriza toda suerte de heridas. Los yerbateros hacen gran acopio de esta planta. También en esta población se conoce desde siempre una hierba extraordinaria, la corcoxa, que es útil para las calenturas, y en la raya de Portugal, a dos leguas escasas de la población, se cría una hierba que los portugueses denominan Zaragatiña, que cocida y bebiendo su agua, adelgaza tanto la sangre que solo se puede usar dos veces como máximo, pues la orina que se expele es casi sangre. Los habitantes de la zona la utilizan ya en el siglo XVIII en sustitución de las sangrías, tan habituales en aquella época.
Desde las mismas Indias se demandan pedazos y raíces de otra planta que se cría en esta misma población, la Angélica, una planta que se encuentra en los riscos y entre los peñascales en que está fundado el castillo y la iglesia, de la cual
“se cogen sus raíces de olor muy agradable, las que tocadas como es costumbre en el Santo Relicario el día de la Ascensión, cuando cada uno la adora se tiene por reliquia y por muchos extraños y forasteros y aún hasta de las Indias se solicitan trozos o polvos de las tales raíces…” según afirma Don Pedro Salgado, vecino de la villa, en el siglo XVIII.
Para curar los dolores de boca, entre otros, los curanderos confían en el cardo “cúcare”, que es un cardo que ha pasado al menos dos años debajo de la tierra y que debe arrancarse una noche de luna llena. Guardándolo en el bolsillo, y diciendo de vez en cuando el conjuro “cúrame, cucare” se garantiza que antes de la centésima vez el dolor desaparece. De aburrimiento, me temo.
Pero no solo hay plantas benignas en Extremadura. También hay plantas malignas como “la embudera”, una planta a la que se acusa desde hace muchos siglos en Las Hurdes de infectar las aguas que corren junto a sus alargadas raíces con una curiosa maldición: contaminar con bocio a quien bebe de ellas.
Y es que los extremeños hemos usado las plantas para casi todo. Con sus poderes alejamos tormentas, buscamos tesoros escondidos, elegimos a la persona amada, vemos a los dioses o a los espíritus, curamos a los niños herniados y a los aojados, propiciamos la suerte por el simple hecho de colgarlas de dinteles y alféizares y preparamos ungüentos mágicos capaces de enamorar al más reacio.
De todos estos usos hablaremos en otra ocasión. Por ahora, y como “deberes”, vayan haciendo acopio de bayas, hojas y raíces recogidos al rocío tras la luna llena, que otra cosa no tendremos en estas tierras, pero campo nos sobra.
Y si algún vecino cotilla le pregunta de dónde viene a estas horas, con un cesto de hierbajos y sudando como un pollo, métale una embudera por el brocal del pozo, que cuando le salga el bocio pavero verá como se le quitan las ganas de seguir espiando a los vecinos. Y usted a lo suyo, a seguir recolectando, que quien a buen tallo se arrima…