Celebrábamos hace bien poco las segundas faunales, en las que les presentaba al imponente Macho Lanú, y sin darnos casi cuenta ya estamos a 13 de febrero, cuando nuestros antepasados romanos festejaban las primeras faunales, sus fiestas en honor a Fauno, dios de los rebaños y el “patas de cabra” por antonomasia.
Y como aún nos quedan pezuñas que perseguir y lamias por encontrar vamos a comenzar por lo que nos cuenta el incansable investigador José María Domínguez, quien en un trabajo inédito llamado “Viaje por los mitos de Ahigal” que he tenido el placer de devorar, nos cuenta una historia que ya nos sonaba…
La tumba del Tío Hilario, en Ahigal (foto de la autora)
Y cuenta como una mañana de invierno, fría, oscura y lluviosa como toca en estos casos, el tío Hilario se asoma a la puerta de la caseta en la que había pasado la noche. Sorprendido, ve cómo tres mujeres encapuchadas y con vestidos largos y negros que arrastran por el suelo caminan como a saltos por la calleja que conduce a los prados de la Parrilla y del Carro.
Cabaña en la que el Tío Hilario acogió a las mujeres con patas de cabra (Israel J. Espino)
Tío Hilario las invita a pasar a la caseta hasta que amaine el temporal. Ellas aceptan el ofrecimiento sin abrir la boca. Les llena unas tazas de leche mientras se dispone a atizar la lumbre, pero al agacharse para coger unas tarmas se queda estupefacto, porque al mirar los bajos de las mujeres observa que en lugar de zapatos lucen pezuñas de carnero.
Como empujado por un resorte, Hilario Roncero hace la señal de la cruz al tiempo que pronuncia la jaculatoria correspondiente:
– “¡Santa María, que la maldá sea perdía!”.
El santiguado y la oración ponen en fuga a los diabólicos seres, que se difuminan como el aire…
No sabemos cuando ocurrió esto, pero sí tenemos lugar y fecha para un encuentro calcado, ocurrido en la cercana comarca de La Vera, investigado primero por J.J. Benítez y después por Iker Jiménez. Y ahora convertido incluso en cómic…
Tumba del Tío Pancho, en Garganta La Olla (Israel J. Espino)
Una fría noche de febrero (¿sería el día 13, consagrado a Fauno por nuestros antepasados?) de 1948, un agricultor y ganadero de sesenta años y vecino de Garganta la Olla, José Pancho Campo, apodado “El Pancho”, se encuentra en una choza de la finca “La Casilla”, cerca del pueblo, cuando en una noche desapacible oye unos pasos, muy ligeros, al otro lado de la portezuela, y luego una voz silbante, como de mujer.
El Pancho sale a la portilla, pensando que alguien se ha extraviado en tan intempestiva noche, y la invita a entrar. La extraña “mujer” no mide más de un metro treinta, viste de negro y lleva capucha, pero no habla.
Pancho, confundiéndola con una monja, le sugiere que se acerque a la lumbre y se caliente. La “monja” se queda de pie en el quicio de la puerta, sin decir una sola palabra. Pancho le da la espalda para atizar la candela, y cuando se vuelve para decirle a la dama que se acerque a calentarse, el resplandor de los leños le permite ver los pies de la extraña mujer, y queda espantado al descubrir que son pezuñas de chivo lo que asoman bajo en manto negro que la cubre. El rostro está oscuro, y no puede descubrir ni ojos ni boca. Con el susto, el Pancho da un paso hacia atrás, y la extraña criatura sale de la choza a toda prisa, haciendo ruido con las pezuñas de cabra en la piedra del suelo.
El tío Pancho, hombre de probada valentía, vuelve al pueblo y, desde entonces, no volvió a ser el mismo. Su sobrino nos confirmaba que nunca volvió a quedarse solo en el campo. Murió en 1962.
Lo que seguramente ignoraba el Pancho es que desde la antigüedad ya se conoce a las lamias, unos extraños seres con cuerpo de mujer y cuyas piernas terminan en antiestéticos pies de cabra, provocando más de un desagradable susto a aquellos que ven sus extremidades por debajo de sus largas túnicas.
Y eso fue lo que pasó en Alburquerque, según recoge el filólogo Manuel Simón Viola. Un día llegó un cantaor maravilloso a la villa, que superaba con mucho a todos los demás. Llegó un día al baile y todos le aclamaron:
– “¡Que cante el forastero! ¡Que cante el forastero!”
Y tanto insistieron que el misterioso cantaor cedió, pero con una condición:
– “Yo canto, pero todos los muchachos tienen que salir a la calle”.
Y salieron, todos menos uno, que se escondió debajo de una camilla, y cuando el forastero estaba cantando salió de allí el muchacho gritando:
– “¡Hey, que este cantaor tiene patas de cabra!”.
Y entonces “el bicho pegó un estruendo” y quedó aquello lleno de humo y oliendo a azufre y a azogue.
Y es que del fauno pagano al diablo cristiano no hay más que un paso.
O un salto de pezuña, como lo vean.