Ya hemos contado en otras ocasiones que Extremadura es tierra de Brujas. Y entre los numerosos dones que poseen las brujas extremeñas se encuentra la facultad de volar, la de transportar a alguien por los aires, la de transformarse en todo tipo de animales e incluso buscado y misterioso don de la invisibilidad.
De los primeros hablaremos en otra ocasión, pero hoy vamos a centrarnos en las brujas invisibles, que aunque poco vistas (perdonen el chiste fácil) son bien conocidas en toda nuestra tierra.
En Burguillo del Cerros, bella localidad templaria con castillo con tesoro incluido se encuentra la Cañada de las Brujas, en la dehesa boyal. Y es que según nos contaba a principios del siglo XX Matías Martínez, la población no solo creía en la existencia de las brujas, sino que hasta se sospechaba enterada de sus costumbres, “pues mil veces he oído a personas decir que las brujas son mujeres que tienen la propiedad de hacerse invisibles mediante amuletos y brebajes que confeccionan al efecto”. Para elaborar estas pócimas de invisibilidad las brujas acudían a los cementerios a extraer de los huesos de los cadáveres y los tuétanos de los difuntos.
Más difícil, pero también menos escatológico, lo tenían aquellas brujas que decidían hacerse invisibles gracias a la flor del helecho macho. Esta simiente sirve para infinidad de hechicerías, aunque quizás la más curiosa sea la potestad de la flor de helecho macho para hacer invisible a su propietario.
El helecho crece en lugares sombríos, en barrancos y en bosques húmedos, y abunda en determinadas zonas de Extremadura, dando incluso nombre a poblaciones como Helechal, en la comarca de La Serena, o Helechosa de los Montes, en la comarca de la Siberia.
Se afirma que la víspera de San Juan, mientras suenan las campanadas de la medianoche, florece y grana el helecho, y si nadie no se haya allí en ese mismo momento, la simiente cae y se pierde.
Por eso, brujas como La Chacona, vecina de Valle de Matamoros y natural de Jerez de los Caballeros, buscaba las helecheras del pueblo la víspera de San Juan, pertrechada con un poco de agua bendita, con la que mojaba los granos de helecho. A medianoche volvía recoger el fruto, que después habría que bautizar en una iglesia al mismo tiempo que el cura bautizaba a una criatura real. Después, los granos se ponían en el ara del altar, sin que nadie lo advirtiese, y había que dejarlos bajo el mantel para el cura dijese una misa entera sobre ellos, porque de no ser así perderían sus virtudes y lo que es peor, el diablo se llevaría los granos.
Una vez terminada la misa había que recoger los granos de helechos y ponérselos en la cabeza para que sobre ellos se dijesen tres evangelios durante tres domingos seguidos, con la complicación añadida de que todos estos rituales tenían que hacerse sin que se enterase el sacerdote, que por supuesto solía ser reacio a facilitar medios a las brujas para que cometiesen sus fechorías.
Pero volviendo a las brujas de Burguillos del Cerro, aunque invisibles, hablaban, y se conocía por el metal de su voz que eran mujeres. Se aparecían a aquellos a quienes tenían ojeriza por haberle sido infieles, o a aquellos que no aceptaron sus ofertas de cariño, “y hasta cuentan como cosa vista que en el molino del puerto estaba una noche un molinero asando un trozo de longaniza y una bruja lo molestaba con continuos gritos, sustos, contusiones y reproches de ingratitud, y que estando sacando del asador la longaniza habló la bruja a su lado”. El molinero le tiro un golpe con el asador y logró darle en la cara a la invisible bruja, que desapareció con un alarido.
El pueblo, siempre hábil para hilar fino, enlazó rápidamente este hecho con una mujer de la localidad que tenía una cicatriz en la cara, a la que comenzaron a llamar bruja y de la que decían que era la que se apareció al molinero.
Pero no sólo en el sur campan las brujas etéreas a sus anchas. Medio siglo más tarde y en el norte de Extremadura, las brujas incorpóreas también hacían de las suyas.
Una apacible tarde, en la alquería hurdana de Asegur, Araceli Azabal Iglesias me contaba cómo se enfrentó en su juventud a unas brujas invisibles que quisieron echarla de su casa.
“Algunas noches me quedaba yo sola en casa, mire usted. Teníamos unas casita de madera de castaño con dos plantas, abajo la bodega y la cama, y arriba la cocina, y las brujas subían y bajaban las escaleras y traca que traca, traca que traca… Y no sabe usted el miedo que pasaba yo…Que hasta me jaleaban la almohada de hojas de maíz que yo tenía, y sonaba y sonaba… Y yo con un miedo… Una noche tuve tanto miedo que tuve que irme a casa de mi suegra, aunque todavía no estaba casada con su hijo, que estábamos de novios, y me dijo que esas eran las brujas, y que no tenía que salir de casa. Así que al día siguiente volví a mi casa. Pero esa siguiente noche también volvieron las brujas, y fue una cosa terrible, porque se las escuchaba como si hubiera una pareja bailando el pasodoble en la planta de arriba”.
Aterrorizada, Araceli volvió a casa de su suegra, que le aconsejó que bajo ningún concepto abandonase su vivienda dejándola a merced de las brujas, pero que para protegerse, durmiese con un cuchillo debajo de la almohada. Y mano de santo, oiga, porque desde que metió el cuchillo en la cama las brujas, que aunque invisibles no eran ciegas ni tontas, no volvieron a molestar a la pobre Araceli.