Acaba de clausurarse la III Edición de Emérita Lúdica y tanto me ha hervido mi sangre romana que he decidido iniciar hoy una sección de dioses extremeños. Porque conociendo a quien adoraban nuestros antepasados nos conoceremos mejor a nosotros mismos.
Bucearemos en las insondables aguas de nuestras creencias ancestrales porque de aquellos polvos vienen esos lodos, y porque, como afirma la investigadora Pilar Caldera, en el mundo antiguo magia y religión caminan indefectiblemente unidas. Tanto, que no sabrían diferenciarse.
El primer conocimiento que tienen los extremeños de la religión romana es a través del numeroso enjambre de buhoneros, prostitutas, pícaros, buscavidas, tahúres, esclavos y adivinos de las más heterogéneas nacionalidades que siguen a las legiones romanas. Curiosamente, las dos primeras profesiones (prostitutas y buhoneros) son dos de los oficios que, muchos siglos más tarde, desempeñarán las brujas y brujos extremeños juzgados por la Inquisición.
De boca de este pequeño ejército de desarraigados los indígenas extremeños conocen todo tipo de dioses, magias y fetichismos que incorporan a su paganismo ancestral. En contrapartida, también los romanos incorporan a sus altares las divinidades indígenas.
Este conocimiento de unas creencias y de unos ritos distintos va calando poco a poco en el alma inquieta de nuestros antepasados, dotados de una cultura muy elemental. Para los romanos, y a partir de entonces para el extremeño, como afirma Navarro del Castillo, toda cosa viva e inanimada tiene su genio o espíritu protector y su numen o poder, majestad y principio de fuerza.
La religión ocupa un lugar muy importante en la vida de cualquier romano del siglo I y, naturalmente, también para los romanos extremeños, especialmente para los emeritenses. La casa es una especie de templo donde encuentra su culto y sus dioses. Su propio hogar es un dios: las paredes, las puertas, los umbrales, todos son dioses. Y hasta las piedras que marcan los terrenos y rodean su campo tienen categoría de dioses. La tumba es un altar, y sus difuntos antepasados son seres divinos.
Sale de su casa y casi no puede dar un paso sin encontrar un objeto sagrado, bien sea una capilla o un lugar donde cayó un rayo. Tan pronto ha de recogerse y murmurar una oración como apartar los ojos y cubrirse el rostro para evitar la vista de algo funesto. El fuego purifica. El agua también.
El lusitano romano, como cuentan Bellido y Centeno, tiene una fiesta para la siembra, otra para la recolección y otra para la vendimia. Antes de que el trigo haya echado espigas, ha hecho más de diez sacrificios e invocado a más de diez divinidades particulares para que se consiga la cosecha.
En posteriores artículos prometo descubrirles las curiosas creencias y a los misteriosos dioses de nuestros antepasados. Para que no olvidemos. Y para que ellos, por si acaso, no nos olviden.