Entre la puta la madre
Y la puta de la hija
Me quisieron a mi dar
Confites de brujería.
Este sonsonete aún se relata en Tornavacas, donde según cuenta el antropólogo Flores del Manzano todavía se recuerda a una madre y una hija tenidas por hechiceras que captaban la voluntad de sus vecinos ofreciéndoles confites mágicos.
Hablábamos hace un suspiro de las brujas cacereñas y su “escuela de hechiceras”, y se me ha ocurrido darles, porqué no, una clase práctica de brujería extremeña. La asignatura más demandada, sin duda, es la de los hechizos amorosos, y dentro de ellos, el tema estrella son los mágicos polvos del querer, también llamados “quereles”, aquellos que embrujan a los hombres y consiguen que las mujeres caigan rendidas ante el galán más astroso.
Cuando estos polvos formaban parte de una golosina se les llamaba «caramelos del querer». Esto, que hace unos años nos podía sonar a fantasía calenturienta, no nos sorprende tanto ahora, sobre todo desde que han comenzado a documentarse agresiones sexuales y robos a personas utilizando escopolamina, principal compuesto de la burundanga. La escopolamina se extrae de las plantas solanáceas como el beleño, el estramonio, la escopolia, la mandrágora y es afín a la atropina que se encuentra en la belladona, precisamente todas las plantas utilizadas por las brujas en sus pócimas y que son facilmente recolectables en Extremadura. En Sudamérica la llaman «aliento del diablo» y muchos delincuentes la usan actualmente para violar o robar porque bloquea la voluntad en tan solo unos minutos
Ahora no nos extraña que en Palencia, a principios de siglo, fuese muy corriente la creencia de que los hombres poseían unos polvos llamados «de vente conmigo», que mezclados con cualquier alimento o bebida producían en quien lo tomaba un irresistible afán de obedecer al que se los había dado y una absoluta imposibilidad moral de negarle nada. Sin embargo, y aunque el efecto es el mismo (rendir de amor por las malas a quien se resiste por las buenas), los polvos varían en su composición y en forma de administración, y no existe una fórmula magistral, porque cada maestrillo tiene su librillo y cada hechicera su polvillo.
De hecho, también hay polvos de andar por casa para hechiceras amateur. En Cabezuela las jóvenes, hasta hace bien poco, recogían el trigo que se arrojaba a los recién casados, lo molían y hacían un bollo, que en el momento más insospechado daban a probar a los muchachos que deseaban. Así lograban que los jóvenes se convirtieran en sus perritos falderos de por vida.
Pero las hechiceras profesionales se lo trabajan más. María, la mujer del organista de Plasencia, no se conforma con las oraciones para satisfacer a sus clientas, por lo que se especializa en la confección de quereles. Tomen nota, que es gratis: Para que un hombre quiera bien a una mujer hay que cortarse las uñas de los pies y de las manos, arrancarse algunos cabellos de la cabeza, quemarlos y mezclarlos con dos o tres gotas de sangre de un dedo. Después, solo hay que echarlos en un vaso de vino y dárselos a beber. De nada.
Y es que las uñas y sus raspaduras se tienen, aun hoy, por un elemento mágico muy importante, y no solo para las brujas henchiceras, como las llaman en Las Hurdes. Allí, en la parada del autobús, durante una tarde pegajosa de agosto, Clementina Dominguez Alonso me narraba, con el rostro descompuesto, como su hijo estuvo a punto de morir por un hechizo:
– Las brujas henchiceras te cogían y te echaban cualquier cosa… Un hijo tengo yo viviendo en Pamplona, que me lo cogieron en una taberna en Aceitunilla mismo, hicieron un corro así en reondo en la taberna y bebieron todos un vaso de vino pesetero, y a ninguno le pasó nada na más que al mi muchacho. Le dio un ataque que creí que me lo habían matao, y le dice uno por detrás: «Pa qué le has echao las raspauras de todas las uñas, capaz que lo has matao!». Y es que la raspaura de las uñas es el veneno más grande que hay… las raspauras de las uñas se las echaron en el vaso de vino y yo creí que no le quedaba vida…
En la misma época que la hechicera María, pero en el sur de Extremadura nos encontramos en Jerez de los Caballeros a la Corbacha, una bruja especialista en amores llamada Isabel Sánchez a la que acuden en peregrinación desde muchos pueblos de la región. Desde Barcarrota se acerca a verla Juana Pérez, para pedirle un remedio con el fin de que su marido deje de estar amancebado con otra. La Corbacha no se hace rogar y le da a la señora unos polvos para que se los dé a comer a su marido, garantizándole que volverá con ella.
En el mismo pueblo ejercía Ana González la Campana, una joven pero avezada hechicera experta en las artes de la magia amorosa. La Campana compraba mirra y almea, y mientras las compraba recitaba:
Mirra y almea voy a comprar, que sea para mi bien y no para mi mal.
A continuación mezclaba las dos sustancias con sangre menstrual, hierba verde y el hueso de un muerto, y todo molido se lo daba a comer y beber al hombre que querían que volviese con ella. Según contaba la Campana, la composición de estos polvos se la facilitaban gitanas itinerantes que andaban de paso por el pueblo, gitanas que le ofrecieron una nueva composición de quereles que incluía dos corazones de liebre y otros dos de conejo, tres corazones de tres palominos, un corazón de un pollo, un rabito de lagartija y una camisa de culebra, todo ello tostado en el horno con leña de tres términos municipales diferentes. Una vez tostado y molido, se le añadía un poco de azúcar y canela molida y se le daba al hombre en un vaso de vino.
Un siglo más tarde, en 1784, la Inquisición detiene en Llerena a Agustina González, una hechicera de los pies a la cabeza que al parecer podía hacer de todo menos librarse de cárcel. Tenía 64 años y trabajaba en una taberna, aunque debía de disponer de mucho tiempo libre en vista de todas sus hechicerías. Su fama es tal que acuden de toda Extremadura a consultarla, según Rescata el investigador Fermín Mayorga de las actas inquisitoriales.
Y hasta Llerena llegó un buen día una angustiada mujer de Trasierra pidiéndole ayuda remunerada: su marido se había liado con otra y ella quería recuperarlo como fuera. Agustina puso rápido fin a esta desazón: le dio unos polvos para que se los suministrase a su marido, y una vez consumidos, el galán redescubriría de nuevo al amor por su mujer y aborrecería a la amante.
Pero Agustina tenía unos polvos aún más efectivos. Unos polvos que no había que consumir siquiera, y que se podían suministrar «vía postal». De hecho, a otra señora que requirió su ayuda le ofreció esos polvos para que los metiera en una carta y se la mandase a su marido, porque este no solo se había ido con otra, sino que había puesto tierra de por medio y había abandonado el hogar familiar. Agustina aseguró a la repudiada que, al abrir la carta, su marido no solo volvería con ella, sino que la querría más que antes si cabe. Y es que, como acabamos de ver, los polvos del querer no solo se ingerían, sino que también existían algunos mucho más poderosos que, a manera del famoso polvo-zombi, pero en amoroso, bastaba con soplarlos, pisarlos o tocarlos para que desencadenasen una serie de pasiones dignas de película.
Y debía de tener buena clientela, porque afirman los testigos que la bruja tenía en su casa “una olla con composición de aceites y polvos para evitar quimeras y disensiones en los matrimonios”. Muchos polvos son esos.
Y algo parecidos son, aunque mientras en el polvo zombi los ingredientes principales son tejido humano, lagarto azul, sapo y pez globo, los quereles extremeños obvian este último elemento, que es además el ingrediente más poderoso, ya que contiene una sustancia llamada tetrodotoxina que bloquea la distribución de sodio necesaria para la transmisión nerviosa, provocando insensibilidad, descoordinación al hablar y parálisis, entre otros efectos. En muchos de estos quereles por contacto el ingrediente principal en tierras extremeñas era el lagarto.
En Cáceres se elaboraban de noche aprovechando el influjo «de la luna creciente, con piel de lagarto y tripas de sapo secadas previamente al sol», según cuenta Jose Luis Hinojal. Simplemente con untarse las manos y tocar cualquier parte de la persona pretendida, esta, al parecer, cedía sin oposición a sus efectos y le asaltaba un inevitable amor hacia el artífice del engaño.
También Inés la Picha, una hechicera que vivía en Arroyo de la Luz en los postreros años del siglo XIX, era toda una experta en estas artes, según nos cuenta Publio Hurtado:
Cogía un lagarto, lo emperraba, lo atravesaba con una tarama y lo dejaba al sol que se secase. Una vez seco, lo molía hasta hacerlo polvos, rezándole no sé qué oraciones… El hombre, que se restregaba con ellos las manos, podía asegurar que cuantas mujeres tocase y él quisiese se irían tras él; y lo mismo los hombres tras las mujeres que hicieran otro tanto.
Y también los pobres lagartos eran ingrediente principal para los polvos del querer de las brujas de Ahigal, quienes para confeccionarlos utilizaban polvos conseguidos con piel de lagarto y tripas de sapos secadas al sol, unidos a minúsculos huesos de difuntos. Al parecer, bastaba con tocar cualquier parte del cuerpo de una persona para que esta se volviera loca (literalmente) por tus huesitos.
Claro está que un arma tan efectiva había de manejarse con cuidado, porque si no puede pasar lo que ocurrió en el mencionado pueblo, donde cuenta Jose María Domínguez que una bruja fue al baile dominguero de la plaza con un puñado de polvos del querer, con tan mala suerte que se levantó un vendaval y los polvos volaron, rozando a todos y cada uno de los presentes, por lo que «nunca hubo en Ahigal más cuernos en una tarde».
La confección de componendas capaces de despertar la libido se ha hecho un hueco hasta tiempos más recientes, aunque echando mano, junto con el lagarto, de otra serie de ingredientes. A principios del siglo XX, en Llerena las hechiceras suelen ser dueñas de casas de lenocinio, y emplean los llamados «polvos de ratón», que como su nombre indica tenían una composición bastante asquerosilla, formada básicamente por un emplasto de ratón desecado amasado con orines, limaduras de uñas y sangre menstrual, todo ello envuelto en malva y depositados durante nueve días entre piedras, al sol, al agua y al aire, de tal manera que fueran acariciados por los cuatro elementos. Estos polvos solían ser arrojados en los umbrales de las puertas de las personas que eran reticentes al amor, o incluso que profesaban odio hacia la persona que realizaba el hechizo, de tal manera que cuando pisaban estos polvos trasmutaban mágicamente su odio en amor, o al menos, en cariño.
Y es que hasta hace bien poco, el pueblo creía a pies juntillas en los efectos inmediatos y casi irreversibles de estos polvos mágicos. En la Madroñera de principios del siglo xx, el poder de estas alcahuetas era tan grande que conseguían todo lo que se proponían, por difícil que pudiera parecer:
– No, y si se empeñan esah echicerah, si se empeñan, te tienih que casal con Fulana. Y te teniah que casal porque, aúnque no la quisierah te entraba gana de querella y te guhtaba y ibah pol tu propia boluntá, pol lah cosah que te daban o pol lo que fuera.
Pero el que piense que estos polvos son historia se equivoca. En el año 2017 me contaba una joven que vivió durante unos años en un pueblecito de Las Hurdes que la bruja del pueblo, una anciana bonachona y cariñosa, además de curar el mal de ojo hacía polvos de querer.
Parece que el arte de «empolvar» aún no se ha perdido en estas tierras.