Agustín Villlar, que hace escasos meses publicó una obra magnífica, largamente madurada, ‘Razón de mudo’ (Editora Regional de Extremadura, 2008), admirable conjunto de aforismos, recoge en ‘Sedición del náufrago’ los poemas que ha ido escribiendo estos cinco años últimos.
Las dos entregas tienen mucho en común y ponen de manifiesto la extraordinaria madurez del autor, que se conduce con igual maestría en los dos géneros. Apasionado por el lenguaje, incapaz de sufrir a cutres ensoberbecidos, lector impenitente, celoso al máximo de su independencia, tan bien informado como amante de la soledad creativa,
el escritor cuida sus textos con la pulcritud del orfebre. Sabe, según enseñase Pedro Espinosa (’Flores de poetas ilustres de España’, 1605), que para sacar flor de harina es preciso cernir centenares de cahíces.
Él está insobornablemente dispuesto a esa labor de limpieza y lija. Su actitud vital, perceptible en todos los pasajes del libro, es la que Gottfried Benn expresó en estas palabras, con las que concluye la obra: «Sesenta años, y enfardelar en unas frases en prosa o equilibrar en unos versos la decadencia y el desmantelamiento de la vida. Si eso es todo, parece que sólo queda una cosa: no llegar a viejo, tan a viejo que uno vea delante su propio cadáver y sería de él. Ese ha sido mi estado de ánimo».
En realidad, el volumen ofrece dos poemarios distintos, aunque con características temáticas y sobre todo formales no del todo disímiles. El primero, ‘Tratado de hostilidades entre signos’, se incluye fundamentalmente
en el campo de la metapoesía. Es más que nada un conjunto de reflexiones sobre la propia escritura, la elaboración del texto, la aritmética insondable del decir, el pulso de los verbos malditos o el comercio carnal de las palabras, aficiones que Villar cultiva sin concederse cuartel.
La parte segunda y última, ‘Lenguas como gasolina’, amparada bajo la égida de Ceronetti y Cernuda (Ahora la estupidez sucede al crimen, escupe el andaluz), es un ataque a las sierpes del cinismo, los hampones del escarnio, «aquellos cuyos índices condenan/señalando con jactancia/ y deciden, soberbios y arrogantes,/quiénes han de ingresar y quiénes no/ en el parnasillo de la gloria envanecida» (pág. 63). Quizá sobren los ataques, pero su contundencia sugiere que son bien merecidos.
Sigue ‘Tizón’, estructurado en tres partes, del mismo campo semántico: Lumbre, rescoldo y cenizas. Como el primer libro, consta de dos clases de composiciones, diferentemente numeradas: poemas de versos libres y blancos, de todas las medidas, con predominio del endecasílabo, y otros familiares del versículo e incluso de la prosa poética. Los juegos de hipérbaton son los más sobresalientes y, entre los numerosos guiños (Machado, Canetti, Brodsky) se distingue el inevitable de Quevedo, tan sabio en la crítica como en el amor o la constancia de la decadencia. La voz es aquí mucho más personal, íntima y melancólica. Se canta siempre lo que se ha perdido, pero que aún no desapareció por completo: antiguas pasiones, algún encuentro inolvidable, el desgarro de la separación, el amargor por la torpeza emocional. Abundan las metáforas vegetales y no falta la licencia gramatical, como ese «finje», para favorecer una feliz aliteración (pág. 143).
‘Sedición del náufrago’ conmueve por la belleza de sus depurados versos y nos hace vibrar el análisis de las emociones, tantas veces compartidas, que el autor va deslizando a cada momento. Es sin duda el libro rotundo, repleto de sugerencias, una obra de madurez en el mejor sentido de la expresión.
Pasión por la escritura ‘Sedición del náufrago’ conmueve por la belleza de sus depurados versos y nos hace vibrar el análisis de las emociones, tantas veces compartidas, que el autor va deslizando a cada momento. Es sin duda el libro rotundo, repleto de sugerencias, una obra de madurez en el mejor sentido de la expresión.