Cuando José María Merino publicó por vez primera Los invisibles (Madrid, Espasa Calpe, 2000), este gallego reciclado como leonés (n. A Coruña, 1941), era ya una de las voces más reconocidas de las letras hispánicas. La obra del hoy Académico de la R. Española, galardonado con premios tan importantes como el Nacional de la Crítica, el Castilla y León de las Letras o el Nacional de Literatura Infantil y Juvenil, fue recibida con unánime aplauso. Los críticos destacarían la original composición, excelente prosa, derroche imaginativo, alcance gnoseológico y otros valores literarios y metaliterarios de la novela. Baste leer el excelente análisis que de la misma hizo San Villanueva en El Cultural de El Mundo (05/03/2000). “El juego de espejos practicado por José María Merino sirve para abordar el mundo desde la fertilidad de la imaginación. Los invisibles se acerca al relato fantástico, no elude la pura narración de aventuras y aprovecha para incorporar teoría literaria y narrativa. Pero ese agregado de materiales dispersos funciona a la perfección al encajarlos en una novela unitaria porque debajo de la historia externa -sea la de Adrián o la de su cronista- late un poso milenario de cuentos y mitos que hablan del eterno humano. Merino une el fondo legendario de remotas épocas con el tiempo presente por medio de la más eficaz soldadura literaria, la credibilidad”, leíamos allí.
La nueva edición de Cátedra añade a los méritos de la obra extensa la introducción (páginas 9-77) y notas explicativas que suscribe Santos Alonso. El profesor de la Complutense destaca los aspectos biobibliográficos de Merino más pertinentes para entender Los invisibles, pasando después a un minucioso análisis del texto. Desentraña así para el lector factores tan importantes como la formación del novelista en un terruño con ricas tradiciones orales de tipo fantástico; los estudios universitarios en Madrid; su decidido propósito de renovar las técnicas narrativas; la afición por incorporar elementos míticos, fabulosos e inefables; la búsqueda de la tensión expresiva y el gusto por transgredir los géneros clásicos, aun sin renunciar a evidentes dosis de crítica social. Pues, según bien percibe Santos Alonso, en las obras de Merino se confunden “los límites difusos entre lo vivido, lo imaginado y lo soñado que se borran con facilidad, lo misterioso e insólito que suplantan a la experiencia cotidiana y los contextos metaliterarios que equiparan a la escritura y la vida” (pág. 38).
La parte primera es la fantástica historia de Adrián, joven profesor universitario que se dirige desde Madrid a la montaña leonesa para felicitar al nonogenario abuelo una noche de San Juan y, paseando por el bosque a la luz de la luna (los elementos mágicos van acumulándose), tras recibir la picadura de cierta planta, se convierte en invisible, tanto él como todo cuanto que queda al alcance de sus manos. Principia así un cúmulo de fantásticas aventuras, que lo conducen por muy diferentes lugares, siempre deseoso de descubrir el talismán para volver al estado corpóreo. En vez de aprovechar las posibles ventajas de la invisibilidad (recordemos al protagonista de El hombre bicuadrado, de Francisco Vera; el hombre invisible de Wells; al W. Storitz de Jules Verles y tantos otros similares), Adrián sufre, más aún porque mantiene incólumes o sentidos tan corpóreos como los del gusto, sabor o tacto. De nada le sirven la antigua amante, el catedrático, el médico familiar ni la propia madre, que no consiguen entenderle. Sólo Gerardo, un ciego que representa a los “invisibles” de nuestra sociedad, le alivia de algún modo. Pero el encuentro con Rosa, joven sensible a los padecimientos ajenos, también sometida a idéntica metamorfosis, resultará definitivo. Ambos se unen a la comunidad de invisibles, cuyos miembros están siendo diezmados por un implacable Cazador, contra el que recaban la ayuda del propio novelista.
Comienza así la parte segunda de la novela, la metaliteraria, en la que el autor mismo se convierte el protagonista del relato. Ya dijo el gran Descartes, en su célebre Discurso del método, que siempre hay razones para dudar de cuanto creemos saber; una de ellas consiste en la imposibilidad de distinguir entre la vigilia y el sueño, por no recordar al espíritu maligno capaz de alegrarse haciéndonos caer en las máximas confusiones. En definitiva, que los límites entre la realidad y la imaginación no están nunca absolutamente marcados. Como Unamuno en las “nivolas”, Merino presenta personajes novelísticos que aspiran por sobrevivir al propio creador, con procedimientos estéticos sobre los que se nos ilustra adecuadamente. Incluso aunque pierdan el posible mensaje emancipatorio, según le ocurre a Adrián en la parte tercera y última, tan concisa, de la obra.
José María Merino, Los invislbles. Madrid, Cátedra, 2012.