CABALLERO MURCIÉLAGO
Salas Barbadillo (Madrid, 1581-1635) figura con todo derecho en el canon de nuestra prosa áurea, aunque sea mucho más leídos por los especialistas que por el gran público. Ediciones como la realizada por Enrique García Santo-Tomás, realmente magnífica, tras la investigación llevada a cabo en la Harlan Hatcher Graduaty Library de la Universidad de Michigan (más la Biblioteca Nacional de Madrid), contribuyen sin duda a que los lectores contemporáneos se interesen por aquel escritor. Fue la suya una vida ligada estrechamente a la capital del Reino, donde bullía el tráfago de un Imperio inmenso, que él retratará admirablemente, con sus luces y sombras, sobre todo bajo el tercer Felipe. Convecino fue de la pléyade que constituye la más gloriosa generación de escritores españoles, no pocos de los cuales le honraron con su amistad e incluso pluma: Lope de Vega, Cervantes, Calderón, Góngora, Tirso de Molina o Quevedo. Sobre todo este último es con quien mayor similitud guarda, hasta el punto de que alguna obra de Barbadillo será atribuida erróneamente al genial cojo. Las densas cien páginas del estudio preliminar, tan documentado, así como el casi medio millar de notas que adjunta el editor, reconocido especialista, contribuyen de forma sustancial a la más provechosa lectura de Don Diego de noche.
Obra miscelánea, poliédrica, con indudables apuntes autobiográficos, es básicamente una narración, donde también se recogen otros materiales literarios que tal vez Salas había ido escribiendo hasta encontrar la forma de reunirlos y darlos a luz (Madrid, Viuda de Cosme Delgado, 1623), dedicándoselos a Doña Policena Spínola, dama de la Reina. Cuatro son sus contenidos principales: los relatos de aventuras, con episodios costumbristas y picarescos, sin duda lo más valioso del libro; un conjunto de composiciones poéticas, de temática plural y metro variado, inferiores en calidad a la prosa; la larga historia, de carácter alegórico, situada en el Monte Parnaso (más bien aburrida) y un epistolario en cuyas piezas halla mejor acomodo la vena satírica del autor, que, si de ideología moderada e incluso conservadora (se precia de castellano viejo), no deja de lanzar puyas contra los males sociales de la época.
Ya Aureliano Fernández Guerra (Granada, 1816- Madrid, 1891) describió genialmente al protagonista en Anotaciones a Quevedo: “Es Don Diego de noche figura imaginada para significar cualquier paseante embozado de los que viven de la gorra, susto perpetuo de los transeúntes, coco de los padres y maridos y acíbar nocturno de los saraos y bailes de candil”. La verdad es que este “caballero murciélago”, según los describe su creador, ocioso y melancólico, tan preocupado por el lenguaje como para emprender aventuras con el fin de saber cómo hablan determinados grupos más o menos marginales del entorno madrileño, tiene también su punto de Quijote urbano, si bien le falta la correspondiente Dulcinea. Resulta un manjar intenso (Salas Barbadillo apreciaba las fórmulas gastronómica en su barroco discurso) acompañar a su personaje por las oscuras, a veces temibles calles de un Madrid repleto de hampones, cortesanos, aspirantes, cómicos, damas insatisfechas, artistas, maridos cornudos, clérigos vagos, poetas miles y gente de orden, todos con relaciones variadas e intereses a menudo comunes o contrapuestos, que tan bien conocía el autor. La suya es ya una novela espejo de la vida cotidiana y hasta hay quien ha visto en sus páginas otros adelantos estéticos de alcance prerromántico.
Leída en Extremadura, cabe señalar ciertas notas. El novelista, que más tarde incluirá en La estafeta del Dios Momo (1627), frente a este interlocutor satírico, otro más serio y concienzudo, de nombre Montano (si ya difunto, el escriturista frexnense seguía siendo muy apreciado) , dedicó al obispo de Plasencia y gran Inquisidor Diego de Arce y Reinoso (Zalamea de la Serena, 1587) el primero de sus Platos de las Musas (1635 – sin olvidar en estas fábulas poéticas al poderoso zafrense Leonardo Ramírez de Prado – y tuvo por sus correrías nocturnas en el “Madrid la nuit” a un tal Fernández Méndez de Olivenza . No consta que tuviese relación con Pedro de Valencia, que pasó en la capital los tres últimos lustros de su vida y era amigo de otros bien próximos a los de Salas. Lo que sí hace éste en la novela es utilizar generosamente, como tantos en el Siglo de Oro, los materiales lingüísticos dispuestos por Gonzalo Correas (Jaraíz, 1571).
Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo, Don Diego de noche. Madrid, Cátedra, 2013.
CABALLERO MURCIÉLAGO
Salas Barbadillo (Madrid, 1581-1635) figura con todo derecho en el canon de nuestra prosa áurea, aunque sea mucho más leídos por los especialistas que por el gran público. Ediciones como la realizada por Enrique García Santo-Tomás, realmente magnífica, tras la investigación llevada a cabo en la Harlan Hatcher Graduaty Library de la Universidad de Michigan (más la Biblioteca Nacional de Madrid), contribuyen sin duda a que los lectores contemporáneos se interesen por aquel escritor. Fue la suya una vida ligada estrechamente a la capital del Reino, donde bullía el tráfago de un Imperio inmenso, que él retratará admirablemente, con sus luces y sombras, sobre todo bajo el tercer Felipe. Convecino fue de la pléyade que constituye la más gloriosa generación de escritores españoles, no pocos de los cuales le honraron con su amistad e incluso pluma: Lope de Vega, Cervantes, Calderón, Góngora, Tirso de Molina o Quevedo. Sobre todo este último es con quien mayor similitud guarda, hasta el punto de que alguna obra de Barbadillo será atribuida erróneamente al genial cojo. Las densas cien páginas del estudio preliminar, tan documentado, así como el casi medio millar de notas que adjunta el editor, reconocido especialista, contribuyen de forma sustancial a la más provechosa lectura de Don Diego de noche.
Obra miscelánea, poliédrica, con indudables apuntes autobiográficos, es básicamente una narración, donde también se recogen otros materiales literarios que tal vez Salas había ido escribiendo hasta encontrar la forma de reunirlos y darlos a luz (Madrid, Viuda de Cosme Delgado, 1623), dedicándoselos a Doña Policena Spínola, dama de la Reina. Cuatro son sus contenidos principales: los relatos de aventuras, con episodios costumbristas y picarescos, sin duda lo más valioso del libro; un conjunto de composiciones poéticas, de temática plural y metro variado, inferiores en calidad a la prosa; la larga historia, de carácter alegórico, situada en el Monte Parnaso (más bien aburrida) y un epistolario en cuyas piezas halla mejor acomodo la vena satírica del autor, que, si de ideología moderada e incluso conservadora (se precia de castellano viejo), no deja de lanzar puyas contra los males sociales de la época.
Ya Aureliano Fernández Guerra (Granada, 1816- Madrid, 1891) describió genialmente al protagonista en Anotaciones a Quevedo: “Es Don Diego de noche figura imaginada para significar cualquier paseante embozado de los que viven de la gorra, susto perpetuo de los transeúntes, coco de los padres y maridos y acíbar nocturno de los saraos y bailes de candil”. La verdad es que este “caballero murciélago”, según los describe su creador, ocioso y melancólico, tan preocupado por el lenguaje como para emprender aventuras con el fin de saber cómo hablan determinados grupos más o menos marginales del entorno madrileño, tiene también su punto de Quijote urbano, si bien le falta la correspondiente Dulcinea. Resulta un manjar intenso (Salas Barbadillo apreciaba las fórmulas gastronómica en su barroco discurso) acompañar a su personaje por las oscuras, a veces temibles calles de un Madrid repleto de hampones, cortesanos, aspirantes, cómicos, damas insatisfechas, artistas, maridos cornudos, clérigos vagos, poetas miles y gente de orden, todos con relaciones variadas e intereses a menudo comunes o contrapuestos, que tan bien conocía el autor. La suya es ya una novela espejo de la vida cotidiana y hasta hay quien ha visto en sus páginas otros adelantos estéticos de alcance prerromántico.
Leída en Extremadura, cabe señalar ciertas notas. El novelista, que más tarde incluirá en La estafeta del Dios Momo (1627), frente a este interlocutor satírico, otro más serio y concienzudo, de nombre Montano (si ya difunto, el escriturista frexnense seguía siendo muy apreciado) , dedicó al obispo de Plasencia y gran Inquisidor Diego de Arce y Reinoso (Zalamea de la Serena, 1587) el primero de sus Platos de las Musas (1635 – sin olvidar en estas fábulas poéticas al poderoso zafrense Leonardo Ramírez de Prado – y tuvo por sus correrías nocturnas en el “Madrid la nuit” a un tal Fernández Méndez de Olivenza . No consta que tuviese relación con Pedro de Valencia, que pasó en la capital los tres últimos lustros de su vida y era amigo de otros bien próximos a los de Salas. Lo que sí hace éste en la novela es utilizar generosamente, como tantos en el Siglo de Oro, los materiales lingüísticos dispuestos por Gonzalo Correas (Jaraíz, 1571).
Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo, Don Diego de noche. Madrid, Cátedra, 2013.
Salas Barbadillo (Madrid, 1581-1635) figura con todo derecho en el canon de nuestra prosa áurea, aunque sea mucho más leídos por los especialistas que por el gran público. Ediciones como la realizada por Enrique García Santo-Tomás, realmente magnífica, tras la investigación llevada a cabo en la Harlan Hatcher Graduaty Library de la Universidad de Michigan (más la Biblioteca Nacional de Madrid), contribuyen sin duda a que los lectores contemporáneos se interesen por aquel escritor. Fue la suya una vida ligada estrechamente a la capital del Reino, donde bullía el tráfago de un Imperio inmenso, que él retratará admirablemente, con sus luces y sombras, sobre todo bajo el tercer Felipe. Convecino fue de la pléyade que constituye la más gloriosa generación de escritores españoles, no pocos de los cuales le honraron con su amistad e incluso pluma: Lope de Vega, Cervantes, Calderón, Góngora, Tirso de Molina o Quevedo. Sobre todo este último es con quien mayor similitud guarda, hasta el punto de que alguna obra de Barbadillo será atribuida erróneamente al genial cojo. Las densas cien páginas del estudio preliminar, tan documentado, así como el casi medio millar de notas que adjunta el editor, reconocido especialista, contribuyen de forma sustancial a la más provechosa lectura de Don Diego de noche.
Obra miscelánea, poliédrica, con indudables apuntes autobiográficos, es básicamente una narración, donde también se recogen otros materiales literarios que tal vez Salas había ido escribiendo hasta encontrar la forma de reunirlos y darlos a luz (Madrid, Viuda de Cosme Delgado, 1623), dedicándoselos a Doña Policena Spínola, dama de la Reina. Cuatro son sus contenidos principales: los relatos de aventuras, con episodios costumbristas y picarescos, sin duda lo más valioso del libro; un conjunto de composiciones poéticas, de temática plural y metro variado, inferiores en calidad a la prosa; la larga historia, de carácter alegórico, situada en el Monte Parnaso (más bien aburrida) y un epistolario en cuyas piezas halla mejor acomodo la vena satírica del autor, que, si de ideología moderada e incluso conservadora (se precia de castellano viejo), no deja de lanzar puyas contra los males sociales de la época.
Ya Aureliano Fernández Guerra (Granada, 1816- Madrid, 1891) describió genialmente al protagonista en Anotaciones a Quevedo: “Es Don Diego de noche figura imaginada para significar cualquier paseante embozado de los que viven de la gorra, susto perpetuo de los transeúntes, coco de los padres y maridos y acíbar nocturno de los saraos y bailes de candil”. La verdad es que este “caballero murciélago”, según los describe su creador, ocioso y melancólico, tan preocupado por el lenguaje como para emprender aventuras con el fin de saber cómo hablan determinados grupos más o menos marginales del entorno madrileño, tiene también su punto de Quijote urbano, si bien le falta la correspondiente Dulcinea. Resulta un manjar intenso (Salas Barbadillo apreciaba las fórmulas gastronómica en su barroco discurso) acompañar a su personaje por las oscuras, a veces temibles calles de un Madrid repleto de hampones, cortesanos, aspirantes, cómicos, damas insatisfechas, artistas, maridos cornudos, clérigos vagos, poetas miles y gente de orden, todos con relaciones variadas e intereses a menudo comunes o contrapuestos, que tan bien conocía el autor. La suya es ya una novela espejo de la vida cotidiana y hasta hay quien ha visto en sus páginas otros adelantos estéticos de alcance prerromántico.
Leída en Extremadura, cabe señalar ciertas notas. El novelista, que más tarde incluirá en La estafeta del Dios Momo (1627), frente a este interlocutor satírico, otro más serio y concienzudo, de nombre Montano (si ya difunto, el escriturista frexnense seguía siendo muy apreciado) , dedicó al obispo de Plasencia y gran Inquisidor Diego de Arce y Reinoso (Zalamea de la Serena, 1587) el primero de sus Platos de las Musas (1635 – sin olvidar en estas fábulas poéticas al poderoso zafrense Leonardo Ramírez de Prado – y tuvo por sus correrías nocturnas en el “Madrid la nuit” a un tal Fernández Méndez de Olivenza . No consta que tuviese relación con Pedro de Valencia, que pasó en la capital los tres últimos lustros de su vida y era amigo de otros bien próximos a los de Salas. Lo que sí hace éste en la novela es utilizar generosamente, como tantos en el Siglo de Oro, los materiales lingüísticos dispuestos por Gonzalo Correas (Jaraíz, 1571).
La reedición de Cátedra sigue la princeps, con la ortografía modernizada.
Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo, Don Diego de noche. Madrid, Cátedra, 2013.