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Manuel Pecellín

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DULCE MEMORIA DE SANTIAGO CASTELO

La muerte  de José Miguel Santiago Castelo (Granja de Torrehermosa 1948-Madrid, 2015) tuvo en toda la prensa nacional un eco abrumador, fundado sin duda en las calidades humanas, profesionales y literarias del fallecido. Nunca conocí nada semejante. El periódico ABC, la R. Academia de Extremadura, la Asociación de Escritores Extremeños, su municipio natal y otras entidades se distinguirían, junto a incontables amigos, en la evocación admirada y dolorida del finado. Póstuma, se publicaba La Sentencia, obra con la  que el autor obtuvo el XXV de Poesía Jaime Gil de Biedma; Juan Ricardo Montaña concitaba desde Villanueva en Aire por aire a casi una veintena de admiradores del formidable granjeño, cuyo musical Celia  llegaba a Madrid tras su paso Por Buenos Aires. Et sic de coeteris.

En esta línea hay que situar el libro que Ricardo Hernández (Santa Marta de los Barros, 1948) publicaba en los últimos días de 2015. Como en otros suyos (recordemos los que dedicó a los escritores extremeños enterrados fuera de España o el monográfico sobre Luis Álvarez Lencero), el reconocido bibliófilo amalgama apuntes biográficos del autor en cuestión, muestras literarias del mismo, estudios críticos y reseñas literarias de sus trabajos.

Tras el extenso preliminar, donde se anotan las vicisitudes existenciales más  significativas de Castelo (siempre con la tierra natal al fondo: como su admirado Pedro de Lorenzo jamás abandonó espiritualmente Extremadura, a la que tantos servicios prestase), se encuentra la sustancia, una antología bien espigada por el editor, que permite aproximarse cumplidamente a la humanidad de quien es retratado así: “Hombre de derechas y católico sin tapujos, jamás entró en luchas políticas y tribales o ejerció influencias perversas sobre las ideas religiosas de sus coetáneos, por muy estridentes o sectarias que fueran. Vivió y dejó vivir a los demás, con la gallardía y el respeto que todo ser viviente merece, lo que le acarreó ser querido y respetado por todos aquellos que le conocieron, le trataron y le quisieron”. Son algunas de las virtudes que adornaron a  hombre tan poliédrico, un “anarquista de derechas” según lo definí hace seis lustros, no sin aceptación por su parte.

Era, sin duda, un poeta excelente, según resulta fácil percibir en los versos antologados. Se eligen de sus obras principales, tras breve introducción a cada una de las mismas: Tierra en la carne, Memorial de ausencias, La sierra desvelada, Cuaderno del verano, Siurell, Habaneras, Cuerpo cierto, Quilombo, La hermana muerta y Esta luz sin contornos. Seguramente por premuras editoriales se ha obviado La Sentencia.

Tras el capítulo necrológico, sigue un apéndice bibliográfico. La edición se enriquece con un rico aparato iconográfico, del que destaca la fotografía de Castelo junto a Fidel Castro en el Palacio de la Revolución cubana (1989), ambos sonriéndose con afectuosa complicidad.

 

Ricardo Hernández Megías, Santiago Castelo, el poeta de la dulce memoria.Torrejón de Ardoz, Círculo Extremeño, 2015

 

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