CUERDOS DE ATAR
Sánchez Alcón (Guijo de Coria, 1967) enseña Filosofía en un Instituto de la Comunidad valenciana. Pero sus intereses van mucho más allá de la docencia, al menos según los parámetros habituales. Así, viene colaborando desde hace lustros con “Plena Inclusión”, grupo que apoya las actividades de personas intelectualmente discapacitadas. Es cofundador de la “Escuela de Pensamiento Libre”, donde personas “con retraso” enseñan a otras a razonar valiéndose del método Lipman (ver su ensayo Pensamiento libre, Pirámide, 2011). Al mismo tiempo, no descuida el trabajo de creación, según testimonian las novelas El telefonista pirado que desenterraba filósofos (Anaya, 1999), Las aventuras filosóficas de Toni Tonel (Aljibe, 2004) o El octavo maestro (Sapere Aude, 2016).
A este género pertenece su libro último. “Nargoniem” remite al estremecedor mundo de la locura, cuyos límites han sido tan variables en la historia: cada época ha tenido por dementes, enajenados, locos, orates, insensatos, idiotas, imbéciles, alienados, maníacos, atolondrados, chalados, desequilibrados, excéntricos, trastornados (por no decir histéricos, esquizofrénicos, psicópatas, paranoicos y otros cultismos) a personas cuya conducta no coincidía con los cánones de la época. Por supuesto, el tratamiento a que fueron sometidos ha ido variando sustancialmente. Dígalo Foucault en su impagable Historia de la locura (1961), citado aquí más de una vez. Como lo es otro clásico del género, La nave de los necios, publicada a finales del XV por Sebastián Brant, con célebre repercusiones entre los humanistas (Elogio de la locura, de Erasmo) y pintores (La nave de los locos, de El Bosco). Si esto se recuerda es porque también lo hace Sánchez Alcón. Por lo demás, la obra de Brant, cuyas hermosas xilografías se deben en buena parte a Durero, no era solo una alegoría crítica contra la sociedad de su época y la Iglesia católica (a menudo presentada como “nave de salud”), sino clara alusión a una perversa costumbre, históricamente documentable: la de introducir a los enfermos mentales en navíos -¡qué bien si naufragaban!- por los cauces del Rin, el Ródano o el Danubio, alejándolos de la ciudadanía “cuerda”. Si realmente existiese “Narraganiem”, el land utópico para los privados de razón, hasta allí los llevarían sus familiares y deudos, con el apoyo de los responsables políticos, tan diligentes en la defensa de la ciudadanía “normal”… y de su propio peculio.
Difícil concebir a nadie con mayor preocupación por el bienestar de la patria que el protagonista de la novela. Hijo de un cacique, terrateniente provinciano, a mitad de los cincuenta del pasado siglo, se elevará a puestos de máximo poder en la dictadura franquista. Sus tremendas, criminales a veces, actuaciones, acordes con aquel régimen, rayan en la vesania. Para referirlas, el autor se sirve de un viejo recurso, consagrado por Cervantes: el político deja sus memorias a quien las publicará, una vez él se haya suicidado, eso sí, tras cometer (por mano ajena) asesinatos horrorosos. Él mismo es consciente de sus desequilibrios, cosa que, pintor amateur, lo induce a entablar en distintos museos de Europa diálogos surrealistas con hasta ocho orates célebres, consagrados por los pinceles de Velázquez, Goya, Sorolla, De Kooning, etc. Junto a las notas de su diario, los informes secretos que recaba de oscuros súbditos y los propios apuntes del narrador omnisciente (que declara no serlo: no consigue entender la conducta del hábil político), constituyen el material léxico de la novela. Combinarlo adecuadamente, a pesar de las numerosas caídas (repeticiones, fallos sintácticos y estilísticos numerosos) supone el gran mérito de Narragoniem, inquietante reflexión sobre la especie humana.
Chema Sánchez Alcón, Narragoniem. Aranjuez, Ediciones Atlantis, 2016