Juan Ramón Jiménez Mantecón (tal era el apellido materno, que al parecer provocaba en aquel exquisito auténtico alipori), es probablemente, si no el más leído, el más respetado de los poetas españoles contemporáneos. Respeto que el futuro premio Nobel supone ganarse por su indudable altura lírica, pero también basándose en ese cóctel de seriedad, lucidez, auto y heteroexigencia, alejamiento, exotismo y sarcasmo que lo caracterizaban.
No extraña que su singularísima figura atraiga a un escritor como Ramírez Lozano, que tan bien conoce al genial onubense, hasta el punto de hacerlo el personaje de su novela última. Premiada con otro de los incontables galardones que adornan al extremeño, en Los celos Zenobia el gran maestro comparte protagonismo con la extraordinaria mujer sin cuyos apoyos apenas conseguía resolver los más simples asuntos domésticos digamos encender la cafetera heredada de Bobita, la antigua esclava de los abuelos de Zenobia.
Según bien se sabe, ésta hizo para Juan Ramón de esposa, madre, amiga, mecanógrafa, cocinera, chófer (fue una de las primeras mujeres españolas que tuvo carnet de conducir), crítica, traductora, cicerone, banquera, azafata, intérprete, consejera y enfermera (al parecer, la responsable de preparar a su depresivo hombre las tisanas de pasiflora con ciprés o las inyecciones de morfina…). Arrebatada por el cáncer que venía padeciendo desde antes, el poeta, ya consagrado mundialmente por la Academia sueva, la sobrevive sólo un par de años.
No obstante, el enamoradizo andaluz (flirteó con numerosas damas, aunque rechazase a otras y hubo quien llegó al suicido por sus desdenes) se entregó siempre, por encima de cualesquiera otras motivación y con un afán de perfeccionismo rayano en la obsesión, al cultivo de su propia obra poética. Todo lo demás quedaba para él en segundo plano.
Si a Zenobia la inoportunan los celos, no se le originan por la competencia de alguna rival, sino en la dedicación casi absoluta que el esposo viene dedicándoles, desde que se conocen, a las labores creativas.
Experimentaron éstas, señalan los estudiosos diferentes etapas: desde los tiempos iniciales (1900), hasta aproximadamente 1912, Juan Ramón se atuvo a los cánones de la estética modernista, cuyo gran vate era Rubén Darío. Enfermo desde muy joven, vive en distintos hospitales y sanatorios, en la mítica Residencia de Estudiantes e incluso en la casa del doctor Simarro, quién pondrá a Juan Ramón en relación con Joaquín Sorolla, la Institución Libre de Enseñanza y con don Francisco Giner de los Ríos. De entonces proceden libros como Arias tristes, Jardines lejanos o Pastorales, tan citados en estas páginas. El creador de Platero y yo dice avergonzarse de cuanto publicase antes de este genial poema en prosa y Ramírez Lozano nos lo muestra persiguiendo obsesivamente ediciones de los primeros poemarios para destruirlos. Incluso se los demanda con tal fin los amigos que pudieran poseerlos (Unamuno Azorín, o los dos Machado). Juan Guerrero, personaje real, quizás el único que se le mantuvo fiel hasta el final, lo ayuda generosísimo en tales inquisiciones.
Unidos ya en matrimonio (1916), la publicación de Diario de un poeta recién casado certifica que el de Huelva conduce su númen por otros senderos, abandonando la fase sensitiva por otra preferentemente intelectual. Está dispuesto a conseguir una dicción cada vez más pura, una lírica de absoluta desnudez. Las traducciones que él y Zenobia realizan del Nobel indio Rabindranath Tagore le proporcionan no poco nutrimentos.
Autor de numerosos títulos, se convierte en el gran mentor de la brillante e innovadora Generación del 27. No obstante, se opone con acidez a los excesos gongorinos de tanto joven a su entender sobrevalorado, según leemos en la novela. Juan Ramón publica varias revistas poéticas: Índice, Sí y Ley, en las que colaboraron un grupo muy selecto de poetas y escritores ya consagrados: Azorín, Gómez de la Serna, los hermanos Machado, Ortega y Gasset. En ellas aparecieron publicados también los primeros versos de los más jóvenes: Gerardo Diego, Pedro Salinas, Jorge Guillén, Federico García Lorca, Dámaso Alonso, Rafael Alberti, Manuel Altolaguirre, Carmen Conde, Antonio Espina, Corpus Barga. Y junto a ellos artistas tales como Benjamín Palencia, Juan Bonafé, Francisco Bores y Salvador Dalí. Muchos de ellos transitan por Los celos de Zenobia.
Se encuadra nuestra obra en aquel frenético Madrid albores de la II República. (Por cierto, ambos permanecerán leales al Gobierno legítimo tras la sublevación militar. Los Jiménez convierten en guardería de niños huérfanos uno de los pisos que Zenobia realquilaba a extranjeros y diplomáticos. Para sufragar la manutención de estos niños, el matrimonio empeña en el Monte de Piedad diversos objetos de valor que poseían). Pero no adelantemos, que nuestra novela no pasa de 1932.
Por entonces, la vida se les complicó: en julio de ese año, tras esculpir el busto de Zenobia, se suicidaba Marga Gil Roësset, joven escultora enamorada de Juan Ramón con un amor que sabe imposible; su fulminante ruptura con Jorge Guillén, en marzo de 1933, cuando deja de cumplir lo pactado con Juan Ramón respecto a una colaboración solicitada para la revista Los Cuatro Vientos; su meditada e irrevocable decisión de no autorizar la inclusión de ninguno de sus versos en ninguna antología de poesía española que se publique a partir de 1934 (tras la famosa de Gerardo Diego); y su segunda rotunda negativa a ser elegido académico, cuando en junio de 1935 es llamado a ocupar un sillón en la Real Academia Española y declina el honor para sorpresa de todos.
Ramírez Lozano nos presenta a Juan Ramón como realmente debía ser, ajeno a todo lo que fuese la persecución de la pura, desnuda belleza literaria. Sólo las increíbles dosis de paciencia de la siempre enamorada Camprubí, tan ágil a lomos de su Ford, sufren tamaños desplantes. El discurso narrativo se desarrolla a través de una brillante alegoría o, mejor, ingeniosa prosopopeya: la poesía pura se confunde con la libérrima joven alojada en una de las habitaciones del domicilio familiar. Ella es quien provoca las celotipias e incluso malos modos de una señora tan refinada como Zenobia. Por el contrario, la moza-poesía parece ser el ojito derecho del escritor, más celoso incluso que su mujer cuando percibe que la libérrima becaria puede escapársele para vivir la noche madrileña; dejarse seducir por hombres sin escrúpulos, como Pablo Neruda, Manuel Machado (Don Antonio es distinto) o Ignacio Sánchez Mejías. Creyendo que los traiciona y se refugia junto a ellos, desnudándose en brazos espurios, Juan Ramón dirige hasta Marruecos- paradigma máximo de ese “veneno del Sur”, cuna o refugia de tantos rivales del 27: Lorca, Cernuda, Alberti, Villalón, Salinas, Altolaguirre, Emilio Prados, Moreno Villa y, por supuesto, de Góngora – a la búsqueda de la joven-poesía, tal vez ahora en compañía del torero que Lorca tan genialmente llorará.
No conoceremos el desenlace. Pero al terminar un texto que no alcanza el centenar y medio de páginas, escritas con el inconfundible estilo de nuestro más fecundo novelista-poeta, los lectores tendrás nuevas claves para entender la arrolladora pasión juanramoniana por el lenguaje lírico. Que el jurado del XXV Premio de Novela Breve Juan March le otorgase su máxima distinción seguro que n fue sino un acto de justicia.6.
José Antonio Ramírez Lozano, Los celos de Zenobia. Valencia, Pre-Textos, 201