Garrovillas conserva el órgano más antiguo de Europa. Según frase de Gerard de Graaf,
en su iglesia de Santa María de la Consolación es de los pocos lugares europeos donde
aún resulta posible oír tan maravilloso instrumento con la entonación renacentista
original. Autoridad tiene para afirmarlo el maestro holandés, que en los años ochenta
del siglo último lo trabajó a fondo. Lugar estratégico para vadear el siempre difícil Tajo,
si no vio allí su luz primera nuestro autor (Santiago del Campo, 1943), sí lo tiene por su
pueblo. Hasta qué punto lo ama, bien lo ha plasmado en una obra anterior, Calleja del
Altozano (2012), de la que aquí se localizan numerosos ecos.
De su intensa biografía s recodaré algunos otros datos, cuyas huellas se perciben en El
maestro organero. Es ante todo periodista, habiendo ejercido la información política
desde 1966. Ha desempeñado cargos de responsabilidad en diferentes medios
nacionales. Fue director de los Servicios Informativos de la Presidencia del Gobierno
con Adolfo Suárez. ¿Cómo extrañar que el protagonista de la novela, un habilidoso
restaurador de órganos (sueña con que le encarguen uno nuevo, según ocurrirá al final
de su vida, ya en el extranjero), se vea forzado a dirigir el periódico el Villamencía
(trasunto aquí de Garrovillas), El Telégrafo, creado por las fuerzas progresistas
locales?
Barriga, bibliófilo contumaz, ha proclamado no pocas veces cuánto le debe a cierto
profesor del Seminario de Plasencia, sacerdote extraordinariamente culto, tolerante y
bondadoso. Tal vez sea homenaje a aquel presbítero la creación del otro gran
protagonista de la obra, D. Marceliano Villalobos, el arcipreste de Villamencía, digna
encarnación de tantos clérigos extremeños que en el XIX lucharon por modernizar
nuestro país: Muñoz Torrero, José Segundo Flórez, “El cura Mora” y muchos otros.
Hombre formado en universidades europeas, políglota, el ya maduro párroco de la
villa mantiene relaciones epistolares con otras mentes preclaras de varias naciones
para contrarrestar los ímpetus antimodernistas de Roma, triunfantes al fin con el
Vaticano I. Renunció a posibles sinecuras eclesiásticas para refugiarse en aquel
pueblecito cacereño, donde se dedica a aconsejar y enseñar, sin desdeñar las labores
manuales (carpintería, encuadernación, horticultura) y nutrir su magnífica biblioteca.
Es el mantenedor de la tertulia que acoge en la propia casa, donde sobresale su
contrapunto ideológico, el combativo “ Indiano” que le refuta la posible armonía entre
fe y razón, religión y ciencia ¡Qué bien desarrolladas están en estas páginas las
discusiones sobre las tesis de Darwin o documentos como el Syllabus, alucinante
condena firmada por Pío IX en 1864, donde se anatematizan “errores” tan temibles
como la libertad de pensamiento, la separación entre la iglesia y el estado, la
independencia de la Filosofía frente al magisterio eclesiástico o la libertad de
pensamiento, culto, imprenta y conciencia!
Otro rasgo de Barriga, latente en las páginas todas, es la pasión por Extremadura,
tierra cuya historia no deja de estudiar; que le duele tanto como la ama y por la que
viene esforzándose desde plataformas múltiples
Escrita en primera persona, El maestro organero se conduce como las memorias
compuestas por el músico singular: retoño último de una familia con raíces
holandesas, de etnia sefardí, afincado junto a Villamencía, va y viene por toda la
provincia – más frecuentes excursiones a los Países Bajos – dedicándose a reparar
instrumentos musicales, órganos especialmente, destrozados a consecuencia de la
incuria e ignorancia, amén de los procesos desamortizadores (que, eso sí, hicieron aún
más rico al Cabildo catedralicio, bajo la batuta de un Arcediano sin escrúpulos). Los
viajes le permiten también servir de correo y “cosario” para introducir o sacar
materiales sensibles (sean libros prohibidos o informes peligrosos).
Sin duda, el núcleo de la narración lo ocupan los acontecimientos que más marcaron la
vida del músico – trasunto en buena medida del propio autor- , sus vivencias junto al
Arcipreste en torno al año 1868, fecha de la Revolución “Gloriosa”. El músico
–hombre pacífico, cordial, nada dogmático, más bien incluible en la “tribu de los
perplejos”- se ve sumergido en la vorágine que convierte la novela en un thriller: la
misteriosa muerte (¿natural?, ¿provocada?) del buen párroco, hombre sin duda
molesto al estamento clerical y a los detentadores del poder sociopolítico, provoca la
detención y enjuiciamiento del organista. Masones y ultramontanos se esfuerzan a fin
de atraerlo a las respectivas causas, intentonas en la que alcanzarán algún
protagonismo las misteriosas mujeres de la Casa Murana, mansión cuyos entresijos no
se desvelan.
El ingenuo “naim” – término que funciona en contraposición a “goyim”: judíos
creyentes versus gentiles – comprende que más le vale recurrir al tiro de sus caballos
frisones y, repitiendo la diáspora sufrida por tanta gente de la tierra “abandonar aquel
territorio de gente áspera e intolerante” (pág. 189), según hicieron sus ancestros
sefarditas. Se refugia en la Grande Chartreuse, junto a Grenoble. Allí, se encuentra
con el arzobispo de Malinas, desposeído por Roma de su sede diocesana por oponerse
a los aires ultramontanos. Descubrimos que entre el prelado belga y el arcipreste
extremeño no sólo hubo amistad, sino numerosas complicidades.
El maestro organero, narración con virtudes para aproximarla al texto histórico, el
relato autobiográfico, el cuadro sociológico e incluso la novela negra, se lee
placenteramente, seducido por la complicidad con el autor.
José Julián Barriga Bravo, El maestro organero. Madrid, Beturia, 2017