María José Fernández nació (1961) en Navalvillar de Pela, territorio rayano entre la Serena y la Siberia, comarcas de enorme reciedumbre paisajística, con Guadalupe al fondo. Allí fue forjando su personalidad; conoció amigos y amores, penas y alegrías, antes de venirse a Badajoz, donde su presencia es casi infalible en cualquier actividad relacionada con la literatura.
Según ella ha manifestado tantas veces, su formación enraíza en las enseñanzas de Luis Arroyo, cuyo magisterio reconoce y a quien ha querido rendir homenaje con esta obra, tal vez desde el título mismo: el agua que fluye y fecunda, símbolo de la inspiración poética. Emana caudalosa de su espíritu sensible, según demuestra en la abundante producción que ha ido dando a luz desde que se animase a escribir. Además de numerosas colaboraciones en otras colectivas, María José Fernández ha ido dando a luz una buena colección de títulos: Paraíso (1999), Retazos de infancia (2004), El descuido de la rosa (2005, 2013), La gruta de las palabras (2007), La creación (2010), Retazos de infancia II (22017)012), Dualidad (2014) y Piélagos del alma (2017), sin olvidar dos cuentos infantiles, La bella golondrina y el viento (2009) y La cochinilla maravillosa (2015) . Buena parte de ellos han sido publicados por Carisma, editorial con la que se siente especialmente vinculada.
Cuantos la conocen la consideran un paradigma de animal lírico, ese raro espécimen que todo lo ve “sub specie esthética”, inmerso permanentemente en la “obnubilación lírica” (pág. 43), con sensibilidad infatigable para recrear el mundo (poieo), tras percibir facetas insospechadas por el común de los mortales incluso entre las realidades más frecuentes. Tras esa captación privilegiada, luchan con denuedo por expresarlas en un lenguaje depurado, de alta intensidad lírica, no sin tentaciones de rendirse ante los limitaciones de la palabra y refugiarse en un silencio definitivo. Adoran el “aura” que Benjamín exaltó y se entusiasman con el Cernuda de iluminaciones como la expresada en Ocnos : “…Entreví entonces la existencia de una realidad diferente de la percibida a diario, y ya oscuramente sentía cómo no bastaba a esa otra realidad el ser diferente, sino que algo alado y divino debía acompañarla y aureolarla, tal es el nimbo trémulo que rodea un punto luminoso” (Sevilla, Ayuntamientoto y otros, 2002, pp. 13-14).
Por suerte para los demás, aunque se dejen jirones del espíritu, la voz va abriéndose paso y cuaja en poemas que a todos emocionan. Los aquí reunidos se distribuyen en dos partes reconocibles merced a la diferente grafía: se reproducen unos en caja baja, mientras otros recurren a las cursivas, alternándose a lo largo del libro. Los primeros son de carácter metaliterario y nos dicen la pugna de la autora, aunque ella misma desconfíe de lograrlo, por alcanzar ese monumento tan inmarchitable como el bronce, con el que Horacio ya soñó. Los segundos no ocultan su carácter erótico y veladamente autobiográfico. El juvenil Pablo Neruda es un referente explícito. No en balde la entradilla con que se abre la entrega son unas palabras del tan grande como contradictorio escritor chileno, a quien además se ofrece uno de los más emotivos poemas, paráfrasis lírica de la famosa “canción desesperada”. Un hombre de tan rotunda sensualidad parece la antítesis física de nuestra escritora, que en algunos versos también se introduce en terrenos eróticos, incluso de manera rotunda (v.c., con repetidas alusiones al “falo mórbido”).
Prologa Carlos Lamas, director del Semanario Vegas Altas y La Serena, publicación con la que María José colabora habitualmente. El prologuista concluye así su conciso texto: “Tampoco soy buen juez, al ser amigo, pero soy sincero al decirles que me gusta como lo hace, como suena y qué cosas despierta y moviliza, mientras pergeña en su burbuja poética trozos de papel pintados con sueños”.
Son todos los del libro poemas de amplio aliento, con versos blancos y libres (salvo algún caso de suaves asonancias e incluso rimas interiores), más el original soneto, eje de la obra, escrito en acrósticos, junto a otros juegos gráficos, para componer el nombre de Luis Arroyo. Se han eliminado los signos de puntuación, lo que exige la complicidad de los lectores, requeridos a implicarse en el proceso creativo, forzados a imponer ritmos y pausas, a veces con alcance semántico. .
Pese a lo dicho más arriba, y sin desconocer el innegable tono “profano” (fuera del templo) que estos poemas rezuman, en ellos también se percibe a menudo un aire trascendente, un toque de mística laica. A mí me lo sugiere ya el propio título, que conduce inevitablemente al San Juan de la Cruz que, con el trasfondo del Cantar de los Cantares, nos conmueve recordándonos
Que bien sé yo la fonte que mana y corre
aunque es de noche.
Aquella eterna fonte está ascondida,
que bien sé yo do tiene su manida,
aunque es de noche.
Su origen no lo sé, pues no le tiene,
mas sé que todo origen della viene,
aunque es de noche.
Notemos también los frecuentes los frecuentes neologismos (algunos introducen originales anfibologías) y resultan muy numerosas las sorpresas gráficas, de las que María José tanto gusta:
-Alteración de las cajas en una misma palabra, v.c. en “serpenteando” (pág. 22), para asimilar el curso de un río a los quiebros del reptil.
-Rupturas lineales, con espacios blancos sorpresivos, que suspenden el discurso lector.
Y especialmente los ingeniosos caligramas (hasta quince se localizan). Sin duda el más llamativo es el que cierra la obra, un poema dedicado a Piedad González-Castell, amiga común.
María José Fernández, De la soledad que emana. Editorial SELEER, 2017.