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Manuel Pecellín

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LA CASA DEL TIEMPO

Salvo una leve escapada al Véneto, cuanto ocurre (bien poco, la verdad) en esta novela corta sucede por las ramificaciones de los Apeninos, un pueblecito del valle del Bisagno, cuyas aguas conducen a Génova. No se señala el nombre del lugar, ni falta que hace. Realmente, el núcleo del relato nos dirige a una casona de la siempre espléndida campiña Liguria, algo alejada de la población, donde la vida aún se desarrolla según los antiguos parámetros de la cultura rural. Placido (sic), el dueño de su única fonda-bar, parece en encargado de sostener las tradiciones e historias locales. Se las irá recordando, según convenga, a su amigo Orlando, el protagonista que allí viviera la infancia y ahora, fatigoso, sin convicciones, tras una carrera en la ciudad como pintor no de grandes éxitos, va decidiéndose a afincarse definitivamente en el terruño natal.

Laura Mancinelli (1933-2016), nacida y criada en el norte italiano, fue catedrática de Alemán en diferentes universidades, terminando la carrera docente en la de Turín. Autora de notables trabajos filológicos, obtuvo también numerosos premios como novelista: el “Mondello” 1981, por Los doce abades de Challant; el Ciudad de Roma 1989, por El milagro de Santa Odilia; el “Rapallo” 1994, por Los ojos del emperador; el “Cesare Pavese” 1997, por Los casos del capitán Flores o el “Vía Po”, por Andante con tenerezza.

Si esta última es de carácter autobiográfico y las anteriores se adscriben al género histórico, La casa del tiempo constituye un ejercicio de carácter intimista, el análisis psicológico de un espíritu desconcertado, alguien que nunca supo amar y, ya en plena madurez, sin ningún proyecto previo, tras una visita fulminante al lugar, decide de pronto adquirir aquella casona, ya casi destrozada.

Orlando opta por instalarse allí, mientras los albañiles, al mando del testarudo capataz Concetto, la restauran. Pronto comienzan a suceder fenómenos extraños, como si la mansión expulsase a las personas que el pintor va invitando para aliviarse la soledad. Sólo resulta hospitalaria para un gato negro y el niño que inesperadamente se aproxima cada tarde a pedirle merienda al artista. Entre los dos se desarrollan diálogos que evocan a los de Saint-Exupéry con el Principito.

Pero lo más sustancioso son quizá las evocaciones de la infancia, con la atractiva figura de la maestra, valerosa mujer, madre soltera en una sociedad tan conservadora. Fue el ama de la casa, que supo defenderla del absurdo incendio provocado por las tropas nazis. El niño Orlando solía visitarla regularmente; recibir consejos y caricias (pocas) y, sobre todo, poder nutrirse con lecturas de su rica biblioteca. Entre los fondos, agredidos por la intemperie y la estupidez humana, localizará ahora inolvidables títulos y preciosos documentos (cartas, fotografías, cuadernos).

Natalia Zarco, traductora de tantos títulos de Periférica, ha sabido mantener la frescura estilística de Mancinelli. Resulta delicioso recorrer imaginativamente aquellos paisajes; degustar las recetas vegetarianas del cocinero local; percibir los olores de la florifauna tan sensiblemente descrita o salir en busca de setas o bayas (¡los alquequenjes!) del bosque, de manos de quien se muestra excelente conocedora de cuanto escribe. Y lo hace con una prosa rica, muy ágil, con rotunda preferencia por las oraciones simples y cortas. Es la misma de la que se sirve a menudo para irse permitiendo, como al desgaire, leves apuntes sobre el (sin)sentido de la vida, la amistad o el arte.

 

Laura Mancinelli, La casa del tiempo. Cáceres, Periférica

 

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