Natural de Campanario (1959), Diego Gálvez lleva media vida comprometido con la educación en Extremadura como catedrático de Inglés, director de IES, Director general de la cosa por la Junta e inspector. Ha ejercido docencia en los Institutos de Los Santos, Zafra (Suárez de Figueroa), Mérida (Santa Eulalia), Azuaga y Llerena. Es Inspector jefe de la provincia de Badajoz, ciudad donde reside. Tan experto pedagogo, nos sorprende ahora con su opera prima, obra de carácter autobiográfico, bien clasificable como “Bildungroman” o “novela de formación”, pues sobre las etapas educativas del autor, desde la infancia a la juventud madura, incide: hogar, escuela, instituto, universidad (poco) y servicio militar. Escrita a base de evocaciones más o menos nítidas en la memoria, cuando ya las nieves del tiempo imponen su ley, es lógico que rezume nostalgia y ese toque de comprensión, ternura incluso, hacia los seres humanos heridos por avatares miles.
Gálvez maneja una prosa pulcramente cuidada, que enriquece con el uso de los términos apropiados según la ocasión (campesinos, escolares, eclesiásticos, juveniles, militares); sabe presentar de forma plástica ambientes y paisajes y, sobre todo, derrocha sabiduría literaria a la hora de caracterizar a las personas que, por distintas razones, más han marcado su existencia.
Fue un niño que nació de pie -literal y simbólicamente – en un hogar humilde, como tantos de aquella Extremadura rural cuyas costumbres, juegos, creencias y tradiciones populares aún se mantenían incólumes. Preside el dormitorio, tal vez el mismo de los padres, un cuadro con el ángel de la guarda en trance de socorrer a varios chiquillos jugando a la gallinita ciega, a punto de hundirse en una poza. Lo reproduce la cubierta y es objeto de sutiles consideraciones, plenas de significado socioreligioso, por el autor.
De los años escolares, recuerda a compañeros quizás más atrevidos a la hora de decapitar gallos con un sable de madera y la figura de un maestro que se empecina en enseñar a golpes un catecismo difícilmente comprensible. Crédulo y obediente, lo pasa mejor como monaguillo, a las órdenes de otro acólito más experimentado, capaz de iniciarle en las aburridas liturgias de la época … y en las aventuras por iglesias y campanarios donde las cigüeñas presiden el horizonte. Ese entorno clerical le permite ser testigo de un acontecimiento a cuya evocación dedica el capítulo “Epístolas versus pistolas” (pp. 89-109), tal vez el mejor de la novela: D. Francisco, el joven, bondadoso, culto sacerdote que da clases y ejerce su ministerio de forma “revolucionaria”, pero sin estridencia alguna, ha de sostener gallardamente en la propia sacristía un duro enfrentamiento verbal con el antiguo oficial de la División Azul, parroquiano asiduo, amante “del orden establecido”.
De los cursos como bachiller recuerda sobre todo la violencia a menudo desatada del bedel con su zurriago de goma; las excelentes clases de Filosofía impartidas por D. Fernando (personaje, como el cura, fácil de reconocer para quienes compartimos aquellos años) y la excursión fin de Bachillerato a Lisboa, viaje en que por primera vez “vio el mar y contempló de cerca el cuerpo desnudo de una mujer” (pág. 123) mientras asiste a un espectáculo de variedades. Son experiencias evocadas con sencillez y honestidad, en páginas repletas de lirismo contenido, pero contagioso.
Quizá sube al describir como cuida su gato persa, al que pone por nombre “Tulo”, homenaje al creador de San Manuel Bueno y mártir, La tía Tula o La agonía del cristianismo. Unamuno y su capacidad para subvertir creencias, aunque apenas sabremos nada del joven universitario que terminó licenciándose en Filología Anglo-Germánica. Sí nos refiere el extenso capítulo final (clave también del libro) las vicisitudes del joven soldado, ya con ideales abiertamente democráticos y progresistas, en los rígidos, ocasionalmente flexibles e incluso ridículos, cuarteles de Zaragoza y Jaca. Las bromas del “oso maricón”, los ejercicios de las SS (un inocuo Servicio de Seguridad), el calabozo para los autostopistas o las caladas compartidas de marihuana alivian tensiones. No obstante, la novela concluye recordando el suicidio del pobre acemilero que, en un ataque de melancolía irresistible, se levanta la tapa de los sesos con su Cetme reglamentario.
Diego Gálvez, Ir al cielo. Caligrama Editorial, 2022.
DIEGO GÁLVEZ (Campanario, 1959) lleva décadas comprometido con el mundo de la enseñanza en Extremadura -como catedrático de inglés, director de instituto, inspector de educación o director general-.
Ahora aparece en Talento Cali de las pequeñas cosas y al sentido de la trascendencia.
Enamorado de su casco antiguo, vive en la ciudad de Badajoz.