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Manuel Pecellín

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CUENTOS PARA NO DORMIR

 

 

Nacida en Salvaleón (1951), Juana Vázquez obtuvo el doctorado de Filología con la tesis El costumbrismo español en el siglo. Catedrática de Instituto, ha ejercido docencia en la Universidad Autónoma de Madrid y la de Alcalá. Licenciada también en Periodismo ha venido colaborando con Diario 16, El Mundo, ABC y El País, entre otros medios nacionales.

Autora de numerosas publicaciones, cultiva casi todos los géneros: ensayo (El Madrid de Carlos IIII); novela (El desconcierto de vivir, Tú serás Virginia Woolf, Con olor a naftalina, Personajes de invierno) y, sobre todo, poesía (Voz de niebla, La espiga y el viento, El incendio de las horas, Tiempo de caramelos, Escombros de los días, Gramática de la luna, Yo oscura, Nos+otros, En el confín del nombre).

Con El desconcierto de vivir nos conduce a otra esfera literaria, el de los relatos cortos, que ella misma califica como cuentos. Son medio centenar los aquí reunidos, gráficamente casi sin solución de continuidad, con unos simples asteriscos entre unos y otros.  Aunque de temática y estructura diferentes, todos guardan un bien perceptible aire de familia, originado por las experienciales de la autora, sin que se aluda de modo explícito a ningún aspecto autobiográfico. Unos se enmarcan en ambientes urbanitas, desarrollándose otros en el mundo rural de los pueblos deshabitados, esa “aldea” ya donde ya no vive casi nadie. En varios, los protagonistas, ya envejecidos, casi todos docentes eméritos, regresan desde la ciudad a vivir sus años últimos en el remoto rincón donde nacieron, más de una vez, por Extremadura. La escritora conoce sobradamente ambos escenarios y describe con convicción sus usos, costumbres, limitaciones y usos lingüísticos.

La mayoría de los personajes son mujeres ancianas, maestras o profesoras de Instituto, cuyas variadas vivencias en las aulas se evocan. Mordidas por la soledad y el abandono (hijos y familiares andan cada cual a lo suyo), se procuran dedicaciones casi siempre ingenuas o bienintencionadas, que pocas veces funcionan.  Difícil resulta sobrellevar “el desconcierto de vivir” en que van sumiéndose.  No es raro que las sombras de la locura o el suicidio aletee por numerosas páginas. Como contrapunto, la figura de la “tata” casi centenaria pueblerina (frecuente en otros textos de la autora) aporta sensatez e incluso ganas de superarse.

Llama desde el inicio la atención la belleza de la prosa. Sus abundantes metáforas, tantas de ellas con auras surrealistas, concuerdan perfectamente con las aportaciones de realismo mágico que impregna tantos pasajes. Macondo parece renacer en la Tárraga extremeña (pág. 86) o La Loma castellana (pág. 125), aldeíta cuyos dos únicos habitantes protagonizarán uno de las narraciones más logradas. Salvaleón se adivina tras ciertos topónimos de su término, como el arroyo Ceremeño o  el Risco Barbellío (pág. 26).

En casi todas se suelen alternar varias voces. Predomina en tercera persona la omnisciente, que a menudo se la deja arrebatar por alguna de las concitadas, expresándose tal vez en habla dialectal, y no faltan los soliloquios. Ese discurso tripartito añade singular interés a estos relatos, repletos de “vidas minúsculas” (Pierre Michon), presentadas con extraordinaria agudeza sicológica. Tales son los casos de la profesora de Filosofía en su jubilación; el poeta iluso, al fin premiado (merced a un libro de otro); la vieja con Alzheimer o  el de la maestra Margarita, obstinada en enseñar a quienes ni le escuchan.

El paralelismo que se establece entre los pueblos que van vaciándose, hasta el punto de quedarse sin quien cuide sus campos y hogares, con las personas que, según entra en la senectud, se quedan solitarias, constituye uno de los máximos aciertos. Como lo son los broches, abruptos, insospechados, implacables para con la condición humana, con que Juana Vázquez sabe concluir sus relatos. A mí me han dormido con todos los cuentos, gritaba León Felipe. Los de la escritora extremeña no concitan precisamente el sueño, sino que turban la quietud del lector, obligándole a reflexionar sobre la dureza ineludible de los años finales.

 

 

Juana Vázquez Marín, El desconcierto de vivir.

 

JUANA VÁZQUEZ

 

Nacida en Salvaleón (1951), Juana Vázquez obtuvo el doctorado de Filología con la tesis El costumbrismo español en el siglo. Catedrática de Instituto, ha ejercido docencia en la Universidad Autónoma de Madrid y la de Alcalá. Licenciada también en Periodismo ha venido colaborando con Diario 16, El Mundo, ABC y El País, entre otros medios nacionales.

Autora de numerosas publicaciones, cultiva casi todos los géneros: ensayo (El Madrid de Carlos IIII); novela (El desconcierto de vivir, Tú serás Virginia Woolf, Con olor a naftalina, Personajes de invierno) y, sobre todo, poesía (Voz de niebla, La espiga y el viento, El incendio de las horas, Tiempo de caramelos, Escombros de los días, Gramática de la luna, Yo oscura, Nos+otros, En el confín del nombre).

Con El desconcierto de vivir nos conduce a otra esfera literaria, el de los relatos cortos, que ella misma califica como cuentos. Son medio centenar los aquí reunidos, gráficamente casi sin solución de continuidad, con unos simples asteriscos entre unos y otros.  Aunque de temática y estructura diferentes, todos guardan un bien perceptible aire de familia, originado por las experienciales de la autora, sin que se aluda de modo explícito a ningún aspecto autobiográfico. Unos se enmarcan en ambientes urbanitas, desarrollándose otros en el mundo rural de los pueblos deshabitados, esa “aldea” ya donde ya no vive casi nadie. En varios, los protagonistas, ya envejecidos, casi todos docentes eméritos, regresan desde la ciudad a vivir sus años últimos en el remoto rincón donde nacieron, más de una vez, por Extremadura. La escritora conoce sobradamente ambos escenarios y describe con convicción sus usos, costumbres, limitaciones y usos lingüísticos.

La mayoría de los personajes son mujeres ancianas, maestras o profesoras de Instituto, cuyas variadas vivencias en las aulas se evocan. Mordidas por la soledad y el abandono (hijos y familiares andan cada cual a lo suyo), se procuran dedicaciones casi siempre ingenuas o bienintencionadas, que pocas veces funcionan.  Difícil resulta sobrellevar “el desconcierto de vivir” en que van sumiéndose.  No es raro que las sombras de la locura o el suicidio aletee por numerosas páginas. Como contrapunto, la figura de la “tata” casi centenaria pueblerina (frecuente en otros textos de la autora) aporta sensatez e incluso ganas de superarse.

Llama desde el inicio la atención la belleza de la prosa. Sus abundantes metáforas, tantas de ellas con auras surrealistas, concuerdan perfectamente con las aportaciones de realismo mágico que impregna tantos pasajes. Macondo parece renacer en la Tárraga extremeña (pág. 86) o La Loma castellana (pág. 125), aldeíta cuyos dos únicos habitantes protagonizarán uno de las narraciones más logradas. Salvaleón se adivina tras ciertos topónimos de su término, como el arroyo Ceremeño o  el Risco Barbellío (pág. 26).

En casi todas se suelen alternar varias voces. Predomina en tercera persona la omnisciente, que a menudo se la deja arrebatar por alguna de las concitadas, expresándose tal vez en habla dialectal, y no faltan los soliloquios. Ese discurso tripartito añade singular interés a estos relatos, repletos de “vidas minúsculas” (Pierre Michon), presentadas con extraordinaria agudeza sicológica. Tales son los casos de la profesora de Filosofía en su jubilación; el poeta iluso, al fin premiado (merced a un libro de otro); la vieja con Alzheimer o  el de la maestra Margarita, obstinada en enseñar a quienes ni le escuchan.

El paralelismo que se establece entre los pueblos que van vaciándose, hasta el punto de quedarse sin quien cuide sus campos y hogares, con las personas que, según entra en la senectud, se quedan solitarias, constituye uno de los máximos aciertos. Como lo son los broches, abruptos, insospechados, implacables para con la condición humana, con que Juana Vázquez sabe concluir sus relatos. A mí me han dormido con todos los cuentos, gritaba León Felipe. Los de la escritora extremeña no concitan precisamente el sueño, sino que turban la quietud del lector, obligándole a reflexionar sobre la dureza ineludible de los años finales.

 

 

Juana Vázquez Marín, El desconcierto de vivir.

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