Ludwig Pollak (Praga, 1868-Auschwitzm 1943) fue un judío austríaco, de formación alemana, al estudiar en Viena Arqueología y Arte. Afincado pronto en Roma, la terra benedetta, y de origen sefardí (su abuelo aún hablaba el castellano del exilio), llegará a ser uno de las máximas autoridades europeas en el difícil mundo de la catalogación de antigüedades. A su magisterio y libros acudían sistemáticamente museólogos, coleccionistas, magnates, catedráticos e historiadores del arte. La fama de Pollak sube de punto cuando, tras un golpe de genial intuición, localiza (1906) el brazo perdido de una de las esculturas clásicas más admirables, Laocoonte y sus hijos, en una tienda de la vía Labicana. La estatua original había sido descubierta, manca, justo cuatro siglos antes y su posible reconstrucción dio origen a un debate en el que la propuesta de Miguel Ángel fue derrotada, ante el imperativo Julio II. El hallazgo de Pollak vino a confirmar la desasistida tesis del genio. No fue su único descubrimiento.
De nada le sirvió, más bien al contrario, frente a la bestia nazi. Los alemanes decidieron aplicar la “solución final” a los judíos romanos. El 18 de octubre de 1943, un largo millar de ellos se hacinaban en el tren que los condujo desde el Collegio Militare hasta Auschwitz. Allí iba Luwdig Pollak con su mujer e hijos, que también cavarían tumba de humo en las nubes de Birkenau. De nada sirvió la diplomacia del Vaticano en el empeño por evitarle la shoah al amigo que un día rescatara y donase al Papa un valiosísimo cáliz medieval.
Sobre la figura del estudioso hebreo ha centrado Hans von Trotha su bien documentada novela, sirviéndose de un hábil recurso. El autor imagina que la Santa Sede, conocedora de la inminente redada de las SS, envía un emisario, el sr. K., al domicilio de Pollak para convencerlo de que se refugie con los suyos junto al Pontífice. El relato ante un monseñor de la curia sobre la fallida gestión, es el tercer elemento del discurso narrativo.
Tan sabio como ingenuo, cansado ya de la existencia, el arqueólogo judío prefiere pasar aquellas últimas horas con K., narrándole la vida, “sumergido en el torrente de sus recuerdos (pág. 80), hasta que el hombre se marcha sin conseguir el objetivo. Para recomponer la biografía del personaje, von Trotha, doctor en Filosofía, ha acudido a las mejores fuentes, entre otras: la biblioteca y archivo Pollak, conservados en el Museo Barraco de Roma (del que el israelita fue director); los diarios del mismo; el Instituto Arqueológico de Roma, con que estuvo intensamente ligado y el archivo de Göethe, dada la indeclinable devoción del protagonista por el gran romántico alemán.
Con tan ricos materiales se construye un texto que tiene tanto de ficción como de realidades históricas. De la mano de alguien con un olfato especial para percibir el aura de lo auténtico, sin intereses políticos, permite recorrer los recovecos de aquella Roma primisecular donde el arte parecía emerger por todos los rincones. Con escasa atención a los futuros líderes fascistas (Mussolini y Hitler aparecen en algunas páginas; Franco, en ninguna), se recompone una época, dorada primero, trágica después, a los ojos de un testigo excepcional.
“No creo que vengan a por mí”, repite Pollak, como mantra taumatúrgico ante las urgencias de K., que, menos culto, pero mucho más realista, le tiene organizada la fuga merced a algún cómplice alemán y el amparo del Papa, “protector de los judíos romanos” (pág. 102).
Laocoonte, sacerdote de Poseidón, se opuso a que en Troya entrasen el caballo –trampa, alanceándolo. Timeo Danaos et dona ferentes: Temo a los griegos, más aún si traen regalos, formuló su sospecha según Virgilio (Eneida, II). Atenea, empecinada en defender a Aquiles y los suyos, se enfadó e hizo que serpientes marinas devorasen al cauteloso y sus dos hijos. El grupo escultórico de la terrible lucha del sacerdote contra los monstruos ha pasado a la historia como “el icono prototípico de la agonía humana”.
“Estaremos a salvo mientras sigamos leyendo a Goethe. El lenguaje es lo más importante que tenemos, además del arte”, proponía Pollak, tal vez ante la sonrisa sarcástica de algún SS.
Hans von Trotha, El brazo de Pollak. Cáceres, Periférica, 2024.