Natural de Campanario (1959), donde vivió hasta la juventud, y catedrático de Inglés e inspector de enseñanza, Diego Gálvez evoca a menudo en sus libros de creación las vivencias infantiles y adolescentes que más le marcaron, así como el influjo recibido de los escritores británicos predilectos. Precisamente la apertura de La noche eterna constituye, con la apelación al lonely heart of darkness, una clara alineación a la sombra de J. Conrad (1857-1924), el aventurero marino polaco que adoptase el inglés como lengua literaria hasta devenir uno de sus más importantes escritores. Su novela corta Heart of Darkness (1899), un alegato contra el etnocentrismo europeo, el racismo y la explotación de las colonias africanas, sigue considerándose obra pionera, admirable temática y formalmente.
Hace dos años, Gálvez nos sorprendía con Ir al cielo (Caligrama Editorial), opera prima que tuve el honor de reseñar en este periódico. Escribí entonces que se trataba de una obra con carácter autobiográfico, clasificable como “Bildungroman” o “novela de formación”, escrita en una prosa pulcramente cuidada a base de evocaciones más o menos nítidas en la memoria. Son rasgos también perceptibles en la entrega presente, que podemos considerar, junto a la anterior y La humildad de la Medusa (aún inédita), parte de la trilogía Mirando siempre al cielo.
Tras un preludio explicativo, tres relatos cortos, bien imbricados entre sí, aunque situados en épocas distintas, más un epílogo, estructuran la obra: “Genio y figura” (verano de 2010), “Mequetefre” (primavera de 1970) y “La noche eterna”, que le da título (verano de 1980) conforman un centenar de intensas páginas.
Dos son los personajes que las protagonizan: el narrador omnisciente, de bien perceptibles caracteres autobiográficos, y Miguel, su amigo irreverente e íntimo, compañero de aventuras más o menos ingenuas o atrevidas y a cuyo funeral ha de asistir. Todo ocurre en un pueblito “al norte del sur extremeño”, fácil de identificar con el del propio autor, aunque el epicentro del libro reside en el humilde camposanto.
A sus tapias gusta encaramarse Miguel, el único chiquillo capaz de afrontar serenamente el malhumor de un bedel amante de sacudir a los estudiantes díscolos. Huérfano prematuro, las visitas a la tumba materna quedarán como fijación en aquel espíritu rebelde, sobre todo cuando el alcohol lo sobreexcite. Fallecido también él en época temprana, aunque ya médico, el relato de su dificultosa inhumación (la caja era mayor que la zanja abierta al afecto) se erige en todo un símbolo del carácter que lo distinguía. En las honras fúnebres previas, vuelve a evocarse la ira militar del exdivisionario frente a la paciencia ghandiana del bueno de D. Francisco (pág. 23), el cura que tanto impresionase al acólito convertido ahora en autor.
Se entrelazan los textos referenciales de hechos y situaciones cronológicamente marcadas con los inspirados en acontecimientos anteriores, casi siempre de la infancia y adolescencia compartidas entre los protagonistas y algunos amigos comunes. Abundan las descripciones del paisaje campestre, con numerosos pasajes especialmente felices (v.c., “En la rastrojera del cielo, espigas de nieve arrojan sus granos de luz a la oscuridad espesa del firmamento .., grillos y cigarras picotean el corazón de lo oscuro”, pág. 75). Se suceden también asociaciones léxicas ingeniosas, con juegos fonéticos y semánticos originales.
Aunque secundarias, aparecen también figuras tan notables como el Legionario, un perturbado mental cuyos soliloquios por las esquinas traen a la memoria las ejecuciones sumarísimas de paisanos, los fusilamientos selectivos de madrugada durante la Guerra Civil. “Vendrá la noche más larga”, cantaría Aute. Gálvez recordará, según cuadre la ocasión, “La nochecita eterna” de Luis Landero (Entre líneas); el “Ciprés” de Luis Álvarez Lencero o “Para huir de la muerte”, de Pablo Guerrero, aunque no oculte su predilección por las transgresiones roqueras de Lou Reed y su “Take a walk on the wild side”. Son poemas que se reproducen en un enjundioso apéndice.
Diego Gálvez, La noche eterna. Caligrama, 2024.