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Manuel Pecellín

Libre con Libros

LAS LUCES DEL POETA

Pablo Jiménez (Navalmoral de la Mata, 1943), que reside en Madrid desde 1962, es un excelente poeta, aunque se prodigue más bien poco. Lo ha vuelto a demostrar con esta obra. Un jurado en el que figuraban, entre otros, Carlos Marzal y Juan Carlos Maestre, le concedió el XVII Premio Tardor de Poesía 2011. No es el único con que cuenta el extremeño. Ha obtenido también otros importantes galardones, como el Ciudad de Badajoz (Descripción de un paisaje, 1982), Ciudad de Toledo (El hombre me concierne, 1985) o Ciudad de Irún (Destiempos y moradas, 1987). Aparte del pionero La voz bajo el celemín (1978), publicado por Colectivo 24 de enero (entidad creada en memoria de los abogados muertos alevosamente en Atocha), suyos son también La voz de la ceniza ( Beturia, 2004) y Prosas para habitar la noche (El Brocense, 2005), con los que rompía un desconcertante silencio. Gran conocedor de la música y la pintura (ver colaboraciones en la revista Nayagua, del Centro de Poesía José Hierro), como su amigo José Bermejo, a quien tantas cosas le unen , Jiménez estudió Humanidades y Filosofía en el seminario de Plasencia, así como solfeo y piano en el Conservatorio de Madrid. Le gusta recordar sus participaciones en los “Aquelarrres poéticos” del Café Lyon (el mismo donde hiciera sus célebres tertulias Rodríguez-Moñino), junto a escritores como Francisco Umbral, Luis Antonio de Villena, Antonio Hernández o Pureza Canelo. Con su hermano Antonio, profesor de la Complutense prematuramente fallecido y tal vez el máximo conocer español de la Filosofía krausista (hizo una magnífica tesis doctoral sobre Urbano González Serrano), tuvo ocasión de discutir los fecundos presupuestos del Racionalismo armónico, según también se denominase aquella escuela de pensamiento, clave para la renovación de nuestro país.
Figuraciones, subtitulada “Cuadros de una exposición” es un homenaje a la pintura desde la palabra poética, fórmula bien conocida en literatura. Abierta con una cita de la Égloga III de Garcilaso (las rocsas blancas por allí sembradas/tornaban con su sangre coloradas), la obra se estructura en dos partes. La primera, Contemplación exenta, está dedicada a óleos cuyos títulos y autoría no se dicen. La segunda, Contemplación inducida, nos conduce líricamente ante óleos concretos de pintores tan distintos como E. Hopper, M. Rothko, M. Viola, F. Bacon, P. Mondrian o Antonio López, entre los más señalados. Según declaraciones del Jurado, estamos ante un libro de “culto y de calidad, que se aleja de lo vulgar y fácil, tratándose de una obra de envergadura bien cuajada. Tiene brío, pulso, fuerza”. Según de lo que cada lienzo le sugiere, a través de la memoria o de la impresión sensorial (los juegos de luces le atraen ante todo), el escritor se deja conducir hacia territorios pretéritos; da a conocer inquietudes que le corroen o se sumerge en reflexiones de alcance metafísico (ya en los versos iniciales del primer poema se pregunta qué es la verdad, cuestión especialmente misteriosa en el mundo del arte). Todo ello sin olvidar nunca cuanto aquí importa: la correcta selección de las palabras, el ritmo, las figuras especiales de ese lingüístico al llamado poesía y que tan sabiamente maneja el autor. Los poemas son todos de amplio aliento y arte mayor, algunos, como el que cierra la obra, con más de cien versos, libres y blancos, en honor de ese “pintor de solitarias plenitudes”, el genial manchego, figura máximo del realismo español. Él solo vale por todo un libro y ejemplifica bien la calidad de la obra.

Pablo Jiménez García, Figuraciones. Alicante, Agua Clara, 2012.

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