Con esta última entrega culmina el escritor su tetralogía emeritense. Modulada al ritmo de las estaciones (siempre funcionarán como insuperable modelo las Sonatas valleiclanescas), le toca turno ahora a la estación estival. El Dr. José María Álvarez, el ceremonioso Chema de los amigos, académico, director del Museo Nacional de Arte Romano, que ha dirigido tantas excavaciones como Congresos ha organizado, autor de numerosos estudios sobre la Antigüedad Clásica, emeritense convicto y confeso, cofrade devotísimo, paterfamilias sesudo, gastrónomo, taurófilo y futbolero, se abre en estas memorias el cofre de sus vivencias para compartirlas con los lectores cómplices.
El redactor de estas amables páginas, repletas de nombres, anécdotas y divertidos apuntes, benévolo ante las humanas debilidades, gusta fungir como cronista, historiador y literato, vertientes que, según la gradación establecida, son bien perceptibles en el libro. Sin duda, la primacía es de la primera, pero, acaso por impulsos profesionales, no puede eludir la segunda, sin que falten atisbos (menos de los deseados) de ese amor por la belleza del lenguaje que en absoluto le es ajena, sobre todo cuando se trata de describir los paisajes extremeños.
Ante todo, Tiempo de estío constituye un cuadro sociológico de la Mérida que le tocó vivir en su adolescencia y juventud durante los años sesenta del pasado siglo, aunque no falten excursos a tiempos posteriores. Nos introduce placenteramente en los cines de verano, las interminables tertulias, los baños en el Guadiana, los espectáculos taurinos, los bares de tapas, los refugios amables contra aquel “calor sarraceno” que se arrojaba sobre la amistosa ciudad. Sin duda, los pasajes más emotivos se refieren a las vicisitudes de la Feria, con su rodeo, diversiones plurales e ingeniosa gitanería. Nombres y apellidos de tantos con los que compartió juegos, copas, aventuras o vacaciones, tal vez en Punta Umbría o Vitoria, se relacionarán cumplidamente.
Pero al escritor le ocurre lo que a cualquier alarife que trabaje el territorio de la Colonia romana: al momento tropieza con vestigios de cultura clásica. Alguien con tanta información acumulada, es lógico que a cada paso sienta las voces antiguas y decida darles paso, sin pretender nunca abrumar. Pero, ¿cómo hablar de los baños en la charca sin hablarnos de Ataecina-Proserpina o de los acueductos que conducían el líquido elemento hasta la capital de Lusitania? ¿Cabe informar de las corridas de toros sin referirse a la casa del Mitreo? Un simple mercadillo inevitablemente evocará las “nundinae”, mientras los baños en el río llevan al planteamiento de su imposible navegabilidad o el papel de “fundator civitatis” que a su puente (tesis doctoral de Álvarez) se le atribuye. Por supuesto, destaca la atención que se presta a las excavaciones estivales en el foro, la muralla colonial, las necrópolis augustanas o la impresionante Regina, rodeado de jóvenes a quienes se le procura inocular el virus arqueológico (muchos de ellos ocupan hoy puestos relevantes en cátedras, administraciones o museos). Tal vez el pudor le ha impedido dedicar mayor espacio a la institución en cuyos orígenes, desarrollo y actividades más implicaciones tuvo siempre (sin olvidar las de su tenaz padre) el Museo Nacional de Arte Romano.
Muy generosamente ilustrado (se reproducen fotografías familiares, carteles taurinos, viejas instalaciones, programas de cines, portadas, estatuas, lápidas y monumentos), con una ineludible dosis de melancolía, el libro lleva un lúcido prólogo de Agustín Velázquez, académico correspondiente de la Real de la Historia, excelente profesional que tantas amistosas complicidades ha compartido con José María Álvarez.
Álvarez Martínez, José María, Tiempos de estío. Mérida, Artes Gráficas Rejas, 2015