Sancho y González vivió una época (1841-1917), cuando en Extremadura predominaban aún los rasgos de la cultura agroganadera, favorecidos por la dedicación de la mayoría de sus habitantes a las labores del campo; situación periférica; predominio del hábitat rural;carencia de industrias y comunicaciones con el exterior; profundo analfabetismo; pésima distribución de la riqueza; escaso peso de los grupos progresistas e indudable atraso . De algún modo, los más lúcidos intuían también que, dada la magnitud de lo que se conocía como “el problema social”, nuestra región podía convertirse en un peligroso polvorín si no se aplicaban los oportunos remedios.
Entre quienes lo detectaron figura nuestro autor, pese a su condición de sacerdote, dolido como estuvo siempre por el hambre que sufría aquella enorme masa de jornaleros sin trabajo durante la mayor parte de los meses. A la vez, al buen canónigo le entusiasmaban los usos y costumbres tradicionales del agro extremeño; el carácter de su gente sencilla; las hablas locales; los dichos, refranes, leyendas, canciones y todo el riquísimo acervo de la literatura popular, que conocía como pocos.
Aunque profundamente vinculado a Higuera de Vargas (de donde fue párroco), hasta el punto de que se le creyó nacido en esta población de la raya hispanolusa, lo cierto es que vino al mundo en Barcarrota. Así lo ha demostrado Francisco Joaquín Pérez González, tan atento siempre a los asuntos del paisanaje. Es él quien ha conseguido que la obra del buen canónigo, publicada poco antes de morir, haya visto otra vez la luz. Lo hace con el mismo extenso prólogo que a la princeps le puso otro notable clérigo, Marcos Suárez Murillo (1880-1956), intelectual injustamente relegado, aunque la biblioteca de Almendralejo lleva su nombre. Pérez González adjunta también un estudio preliminar, casi quinientas notas a pie de página (algunas erróneas y nos pocas prescindibles, mientras otros pasajes quedan sin la oportuna explicación), más el oportuno apéndice bibliográfico. El minucioso rastreo que realiza por cuantos nos hemos detenido en el estudio de los escritores extremeños, demuestra que el buen Sancho, pese a contar con sólo una obra publicada, no había pasado tan desapercibido.
Las teselas de esta colección de “estampas campesinas” (hay también apuntes históricos) habían ido apareciendo en diferentes números de dos publicaciones con las que el autorcolaboraba, Archivo
Muy adicto a la caza de la perdiz, practicada por el clérigo en los terrenos de “Higuerita” (qué hermosas descripciones de aquellos paisajes consigue), conocía como poco el riquísimo vocabulario, hasta entonces aún no perdido, del dialecto local. (Eugenio Cortés Gómez lo estudia en su ya lejana tesis El habla de Higuera de Vargas, 1979). Amigo de pastores (excelentes sus apuntes sobre trashumantes y cameranos), piconeros, serranos, cabreros, leñadores y tanta otra gente sencilla, Sancho sabía lo (poco) que se cocinaba en los hogares más humildes. A su entender, todo había empeorado a raíz de los procesos desamortizadores, al perder los vecinos los bienes comunes, dejándolos al albur de terratenientes absentistas y usureros sin escrúpulos. Como su admirado Gabriel y Galán, añoraba la época en que laboraban los pastores de su abuelo, profundamente religiosos y solidarios entre sí, enfrentados a la `poderosa Mesta, con un código ético ya irremediablemente perdido.
Pero no todo va a ser melancolía, lamento o denuncia. También hay artículos festivos, como los dedicados a las pacenses Ferias de San Juan; los jolgorios de la Semana Santa; lances venatorios; el relato de graciosas anécdotas e incluso ambiciosos planes para la mejora de la economía extremeña.
Francisco Javier Sancho y González, De cosas extremeñas