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Manuel Pecellín

Libre con Libros

LÁPICES MÁGICOS

 

Quienes venimos de la piedra pulimentada neolítica (pizarra y pizarrín escolares), hemos asimilado  experiencias múltiples en el arte de la escritura. Desde aquellos humildes útiles, en alternancia con los plumines de acero al final de mangos  y los frágiles tinteros de anilina, a menudo derramada sobre el pupitre (¿quién tenía una estilográfica?),  amén de las febles tizas (¡las había de colores!), hasta la pantalla y el lápiz electrónico, hemos vivido descubrimientos impactantes. Para mí, niño rural, supuso toda una revelación descubrir aquella tarde de otoño cómo el Sr. Feliciano,  residente en Sevilla, de visita a Monesterio,  trazaba incansables renglones sin tener que acudir al tintero. Se llama bolígrafo, nos ilustró, y puede trazar miles de líneas sin alejarse del papel.

Aquello no era magia, sino ciencia. Lo que no puede decirse de las propuestas que Ramírez Lozano nos lanza en Lápices primos. La imaginación del extremeño realiza aquí otro tour de force, con ayuda de la  ilustradora Natalie Pudalov, que traduce a imágenes oníricas, en línea con las visiones de El Bosco, las intuiciones  surrealistas del escritor.

Asentado a orillas del Betis, que riega la Argónida de Caballero Bonald y ha visto sus caudales surcados por tartesios,  romanos, musulmanes, wikingos, genoveses y navegantes miles, hasta los yanquis de la VI Flota, la fantasía del autor no conoce fronteras. Merced a un discurso limítrofe entre el verso y la prosa poética, irá desgranando todo un cursillo de nuevas grafías, cada una más original que la anterior. Así, se nos induce a escribir con un peine (las palabras se trenzan mucho mejor, facilitando el poema); una caña de pescar (con la que obtener escamitas de sílabas de todos los colores); una corbata (la lengua del corazón); la humilde cerilla, capaz de meter fuego al discurso;  la espina de un pez volador, tan útil para enhebrar suspiros; el pico de un jilguero, cuya endiablada voracidad abruma a la razón; la pata de cualquier araña, experta en entretejer términos mágicos o la punta de una sombrilla, que incluso en invierno hace florecer vocablos inauditos. Por no decir linternas (iluminan el pensamiento), pinzas de tender (útiles para el decir cotidiano), llaves (las cerraduras han sido tinteros en vidas anteriores), gomas de borrar (imprescindibles en labores de lima, a la búsqueda de la desnudez), agujas de reloj (útiles para hacer ganchillo con las horas perdidas y tricotar poemas de segundos) o vulgares sacacorchos (que imponen trazos en espiral,  barrocos bucles expresivos, espuma de la imaginación desbordante).

¿No le convencen las propuestas de Ramírez Lozano, ni siquiera como las traduce plásticamente la Pudalov en este maravilloso álbum?  Quizá porque Vd. no se decir a sobrepasar las rutinas, el canon consabido, los juegos habituales. Atrévase (sapere aude, recomendaba  el Kant de la Ilustración) a descubrir otras posibilidades expresivas, a romper los moldes clásicos, a experimentar las enormes sugerencias que hasta el objeto más simple provoca con sólo mirarlo de modo distinto. Un mundo como el nuestro, tan cargado de imposiciones, seguridades (falsas), hábitos y decálogos (discutibles) se lo agradecerá.

Si lo desea, cabe esperar a la edición que se anuncia en gallego. Tal vez la lengua de las cantigas le resulte más convincente.

 

José Antonio Ramírez Lozano, Lápices primos. OQO editora. Galicia, 2016

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