Ricardo Hernández (Santa Marta, 1948) es autor fecundo, titular de numerosas publicaciones, casi todas relacionadas con Extremadura. Tiene editados libros sobre Ángel Braulio-Ducasse, Antonio y Rafael Rodríguez-Moñino, Luis Álvarez Lencero o Santiago Castelo y anuncia otro en torno a Manuel Monterrey. Aparte estas monografías, cabe recordar también su estudio Escritores extremeños en los cementerios de España, tres volúmenes dedicados a los muchos que, conducidos por la diáspora, yacen fuera de la región. Dueño de una rica biblioteca, residente en Madrid desde bien joven, Hernández Megías mantiene amistad con muchos de los creadores coetáneos. En sus investigaciones, que él se esfuerza siempre por documentar merced a la bibliografía allegada, sobresalen los datos de primera mano que él ha sabido localizar en textos inéditos o extraer de sus relaciones personales.
Según el título mismo sugiere, Viejas y olvidadas historias de mi pueblo, el estudioso deja paso aquí al creador para componer literariamente un retrato de la villa natal durante los difíciles años del primer franquismo. Recuerdos de experiencias infantiles, reinterpretación de leyendas populares, historias de la época, personajes del entorno, acontecimientos notables o simples anécdotas van superponiéndose en este atractivo caleidoscopio rural. Dedicado a la memoria de sus muertos, que ya son tierra extremeña, Ricardo Hernández ha querido distinguir a su abuelo Aquilino, acusado por el Consejero Local de Falange de que “como tenía cierta cultura, hizo mucho daño a los obreros”, por lo que lo fusilaron en las tapias del cementerio de Badajoz un once de julio de 1941. (Lo recrea en uno de los capítulos).
El libro lleva prólogo de Juan Felipe Pérez Turrión y un preliminar que explica el origen de los relatos: “En todos ellos hay una parte real de mis vivencias, de mis miedos de antaño, de mi memoria selectiva del niño que fui, aunque naturalmente…la ficción, las nuevas lecturas a lo largo de mi vida y lo soñado pero no vivido, hagan de todo ello una amalgama en la que sería difícil señalar qué es la verdad y qué es lo creado” (pág. 14). Imaginadas o reales, en muchas de estas narraciones, veremos también descrita nuestra infancia (el autor gusta recordar con Rilke que la patria del hombre es la niñez), quienes la vivimos en los ambientes rurales donde aún resonaban los ecos de la guerra civil, el terror de tanto sufrimiento, la humillación de los vencidos, las privaciones de la autarquía, la solidaridad frente a la enorme escasez, el trabajo de sol a sol, los jornales de miseria, el miedo a las enfermedades, la insensibilidad para con los animales … y la calle, el campo y la escuela como únicos paraísos, sobre todo para quienes nos tocaron maestros excelentes.
El comienzo resulta conmovedor. El autor da voz al niño que fue para referir la muerte del padre, un hércules de fragua y siega, fatalmente herido por la insolación, desenlace que marcará a toda la familia, obligándola a emigrar. Pero antes de partir, aquel monaguillo avispado tiene ya su propia cosecha, mies que va a acompañarle para toda la vida, incluso desde la distancia: excursiones con amigos montaraces por Monsalud, donde localizan la cueva del maquis; relatos legendarios, como el de las tramposas “pantarujas”; cuentos populares (el anciano rumbo al asilo); la iniciación al sexo; el respeto a los mayores; la repugnancia del maltrato animal; el miedo a los azotes del agro, como las plagas de langosta (pasaje que recuerda otro de Felipe Trigo en Jarrapellejos) o el atrevimiento de los adolescentes, capaces de robar una cigüeña en lo más alto de la torre. Y, como clave de su código ético, las enseñanzas de un profesor a quien se rinde homenaje explícito, D. Fernando Tomás Pérez Márquez. Otras figuras de las letras extremeñas reciben también, mediante las oportunas dedicatorias, justo reconocimiento: José Iglesias Benítez, Pablo Jiménez, Julia Rodríguez-Moñino y Francisco Cerro, entre ellos.
Forzado a elegir, me quedaría con “Los dos cántaros de leche”, recreación del encuentro con una anciana mendiga, a cuyo esposo, “un señorito desclasado”, fusilaran, viéndose obligada a refugiarse en Madrid para no someterse al acoso de los matones. Lo más terrible es que su propio hijo la desprecia y humilla.
Ricardo Hernández Megías, Viejas y olvidadas historias de mi pueblo. Madrid, Beturia, 2017.
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7 nov. | |||
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Muchas gracias Manolo