Quien salva una vida, salva al mundo entero. Este lema, tomado de la Mishná (la tradición oral interpretativa del Pentateuco bíblico), figura en la medalla que Israel concede al designado como “Justo de las Naciones” ( חסידי אומות העולם : Jasidei Umot Ha-Olam). Desde 1963, Yad Vashem, Institución creada para honrar a las víctimas y los héroes de la Shoá, la viene concediendo a las personas que, sin ser de origen o confesión judía, ayudaron altruistamente para escapar del holocausto nazi a los perseguidos por su condición de hebreos. El nombre de tales héroes, unos 28.000 entre los que figuran personas de distintas edades, sexo, profesión e ideología religiosa y política, sigue aumentando según se logra establecer la identidad y actuaciones de los mismos, muchas veces reacios a reconocimientos públicos.
Tal fue el caso de Reinhold Duschka, un sencillo metalúrgico y alpinista austríaco, que durante decenios se mantuvo silencioso sobre la gesta realizada por él durante el III Reich para salvar a Regina Kraus y a la pequeña Lucía (una teenager, a la postre más feliz que Ana Frank) y su madre, ocultándolas y alimentándolas en Viena, desde 1941 hasta la llegada del ejército ruso (que tampoco lo formaban angelitos). Sólo a raíz del llamamiento a los supervivientes realizado por Steven Spielberg para grabar sus testimonios, saltaría a la luz pública el nombre del benefactor, ya nonagenario. El 7 de marzo de 1990 los distinguieron como “Justo entre las Naciones”.
Su biografía ha inspirado La cuerda invisible, relato a dos varias voces que nos permite conocer a un personaje tan sencillo como generoso, valiente, humilde, astuto e imaginativo. Sin esas cualidades, difícilmente habría podido eludir a la Gestapo. Según las costumbres aprendidas en la alta montaña, supo tejer un cordaje imperceptible con el que salvar de las catástrofes a otros, sin apenas conocerlos. (Era amigo del exmarido de Regina, emigrado a Austraila). También tuvo suerte: hasta la policía alemana llegaría una denuncia contra él, mas el inspector que la recibió, compañero de alpinismo, decidió romperla, sin dar cuenta a nadie. Y escaparon por poco a un bombardeo que destruyó el taller donde ocultaba a las dos mujeres, en un cubículo de apenas seis metros detrás de un armario. Allí las mantuvo casi cinco años, alimentándolas con su sola cartilla de racionamiento y jugándose la vida si lo pillaban. Algunas complicidades, como la del médico que le certificaba miocarditis congénita para que no lo reclutase la Wehrmacht, o le facilitasen un saco de zanahorias, las paga con adornos metálicos que él mismo construye, ayudado por las dos fugitivas.
Es lógico que Duschka (+1993) haya atraído la atención de Erick Hackl ((Steyr, 1954), pues el escritor no oculta que su interés “abarca no solo el sufrimiento de los judíos, sino a la resistencia antifascista en general. A la comunión o cooperación, o no sé cómo llamarla, entre los perseguidos por razones políticas y por racismo». Lo sabía su lectora, Lucía Kraus, por eso es fue ella quien acude y convence al novelista para que biografíe a su salvador. (Al abuelo lo trasladaron con otros 1.000 al estadio de Viena y murió en Buchenwald).
Con los datos que Hackl ha podido reunir entre amigos y conocidos del personaje, más las confesiones de las dos mujeres (a menudo toman la palabra en primera persona), donde también se narran sus peripecias anteriores al enclaustramiento y posterioes a tras la liberación, se compuso este conmovedor texto, aparecido originariamente con el título Am Seil (En la cuerda). Lo tradujo Jorge Seca.
Erich Hackl, La cuerda invisible. Cáceres, Editorial Periférica, febrero 2022.